Carlos
Fazio
La
Jornada. 13 octubre 2013
Desde
el 1° de diciembre de 2012, fecha de la llegada a Los Pinos de Enrique Peña,
los gobiernos federal y capitalino han venido ejecutando una nueva estrategia
represiva que, de manera sistemática y con premeditación y alevosía, se basa en
la utilización del agente provocador” para generar una violencia caótica y
fabricar “delitos de diseño” (ilícitos provocados), como vía para criminalizar
la protesta social e intentar inhibir, mediante los golpes, los gases, la
cárcel y el miedo, derechos civiles, entre ellos, el derecho a la manifestación
pública civil pacífica.
La
mecánica represiva exhibió un mismo “patrón” en las acciones policiales del 1°
de diciembre del año pasado, y los días 10 de junio, 1° y 13 de septiembre y 2
de octubre de 2013: pequeños grupos irregulares, integrados por jóvenes,
algunos encapuchados, se infiltran entre manifestantes pacíficos y cometen
actos vandálicos (rompen vidrieras, saquean comercios y destruyen vehículos) y
de violencia extrema contra policías, que parecen responder a un guión
represivo prefabricado, que incluye el encapsulamiento, por fuerzas
antidisturbios, de marchistas que no participan en las trifulcas, que son
golpeados, detenidos de manera arbitraria (incluso por policías de civil),
criminalizados y juzgados al vapor en procesos anómalos por los delitos de
ultrajes a la autoridad, daño a la propiedad, pandillerismo y ataques a la paz
pública.
Como
parte del reparto los medios de difusión masiva bajo control monopólico privado
−en particular los electrónicos− desatan campañas de intoxicación
(des)informativa, con gran profusión de imágenes violentas seleccionadas y
repetidas hasta la náusea, y el uso de un vocabulario común, continuo y
reiterado, que etiqueta a los jóvenes con diversas matrices de opinión como “vándalos”,
“turba violenta” y “radicales irracionales”, sintetizadas bajo el misterioso y
mítico mote genérico de “anarquistas”, todo lo cual sirve para la fabricación
de culpables y enemigos internos desde una óptica represiva de
contrainsurgencia urbana.
El
guión incluye la filtración y/o divulgación conveniente e interesada en las
redes sociales y la prensa escrita de “manuales de autodefensa” atribuidos a
grupos “anarquistas”, como caldo de cultivo para que el Partido Acción Nacional
y el secretario de Gobernación priísta, Miguel Ángel Osorio Chong, demanden la
mano dura, la tolerancia cero y el cambio de las leyes del Distrito Federal
para “combatir” (terminología bélica) a los “anarcos” y endurecer el castigo
(elevar penas) contra el “vandalismo”. Lo que se combina con la siembra de
“informes oficiales” que vinculan a los maestros de la Coordinadora Nacional de
Trabajadores de la Educación (CNTE) con el Ejército Popular Revolucionario
(EPR), luego desmentidos.
El
esquema descrito, con las variantes y especificidades propias de cada país,
viene siendo aplicado desde la Cumbre del G-8 y la Organización Mundial de
Comercio en Seattle, Estados Unidos, en 1999, cuando irrumpieron enmascarados
con trajes negros, por lo general muy jóvenes, que cometieron actos violentos
en el marco de manifestaciones pacíficas, que fueron reprimidas a golpes y con
gases lacrimógeno y pimienta, con la consiguiente impunidad de los
provocadores.
La
figura del “agente provocador” remite a la Rusia zarista y a la Ojrana (la
policía secreta), que reclutaba diletantes y aventureros para infiltrar y
desarticular a los movimientos revolucionarios de la época. Desde entonces, las
distintas policías del mundo han utilizado agentes camuflados −o personas a
sueldo de los organismos de seguridad del Estado− que actúan como provocadores
tácticos para inducir actitudes violentas que susciten la represión e incitar a
otra persona a cometer un delito o actos punibles o comprometedores, con el
consiguiente desprestigio de la organización política o la causa que esta
defienda.
Servirse
de un personaje de doble cara para provocar un delito (tender una trampa) y
luego reprimirlo ventajosamente es una vieja técnica y tiene una larga
tradición en la historia contemporánea de México; verbigracia, el Batallón
Olimpia en 1968, y los halcones en 1971.
Según
diversos textos sobre jurisprudencia, el policía que actúa como agente
provocador (siguiendo órdenes de una cadena de mando) obra siempre de manera
deliberada (ergo, la actividad criminal nace viciada), persiguiendo un fin de
signo contrario al que en apariencia aspira y por ello provoca (actitud
inductora) la comisión de un hecho ilícito como medio necesario para conseguir
la reacción en el sentido deseado: provocar a otra persona (de modo artificial)
para que cometa una infracción y se haga merecedora de una sanción penal.
En
rigor se trata de una estrategia engañosa, tramposa y utilitarista desplegada
para la facilitación material o la creación de oportunidades para cometer un
delito, en cuyo caso el Estado se rebaja a la misma condición del delincuente
para alcanzar fines políticos, alejados de toda auténtica realización de la
justicia penal. Se trata de una perversión y desnaturalización del uso legal y
legítimo de los instrumentos coercitivos y penales del Estado para conseguir
finalidades aviesas en la lucha y el enfrentamiento político.
En
la actual coyuntura, signada por una protesta social que adversa a las mal
llamadas reformas estructurales, la violencia sembrada y las provocaciones
policiales de los regímenes de Enrique Peña y Miguel Ángel Mancera, dirigidas a
suscitar en terceros acciones delictivas, parecen responder a una estrategia de
miedo contraria a la dignidad y a la libre y espontánea autodeterminación de
las personas. Peña y Mancera deben saber que la tensión entre eficacia
represiva y respeto a los principios inspiradores del estado de derecho no
autoriza a elegir a la carta presuntos culpables ni provocar (fabricar) pruebas
vía el policía-agente provocador, porque eso sería legalizar el delito de
diseño, de cuño anticonstitucional.
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