viernes, 18 de octubre de 2013

De coyotes, polleros y cabilderos





Francisco RIVAS LINARES

 

En el argot de la burocracia, un coyote es aquella persona que agiliza los trámites para la obtención de un bien o servicio, a cambio de una cantidad de dinero previamente convenida con el cliente potencial. Para lograrlo, evade todo principio normativo contando, al efecto, con el apoyo tácito de la jerarquía de la instancia en la que opera y con quien habrá de compartir las ganancias.

 

Un pollero es la persona que violando toda ley migratoria ayuda a cruzar la frontera por el desierto o puertas fronterizas previamente convenidas, a quienes aspiran llegar a los Estados Unidos de Norteamérica en pos del sueño americano. Sus servicios se cotizan en dólares redituándoles varios miles que comparten con las autoridades omisas.

 

En cuestiones políticas, un cabildero es la persona que trata de influir en funcionarios electos para que, llegado el momento, las leyes, normas o decretos favorezcan o no perjudiquen al sector social o del poder económico que les haya contratado. Sus servicios son considerados necesarios para el ejercicio eficaz de la política, se califican de profesionales y se cotizan por horas, cuyos costos son millonarios.

 

Los cabilderos, a diferencia de los coyotes y polleros, están regulados por un código administrativo mismo que les prohíbe aplicar sobornos, cosa que resultaría muy difícil comprobar que efectivamente no lleguen a emplear ese recurso; por eso, ante la sospecha o la duda, el pueblo hizo propia la expresión maicear utilizada por Porfirio Díaz, quien  solía aplicarla al político que se atreviera a criticarlo diciendo este pollo quiere maíz con lo que sugería que el criticón buscaba realmente ser sobornado con dinero o cargo público.

 

Por desgracia el pueblo no cuenta con los recursos suficientes que le permita contratar servicios de cabilderos. De haber contado con ellos, tal vez no se hubiera publicado el decreto que desapareció Luz y Fuerza del Centro, ni las leyes reformadoras de sistema de pensiones, ni la laboral que legaliza la subcontratación y anula las conquistas ancestrales de los obreros y trabajadores, ni la del rescate bancario, ni la venta de las empresas paraestatales, ni la educativa, tan controvertida en estos días, ni la agraria, que desapareció el ejido y dio apertura a la privatización de la tierra, en fin.

 

El poder, político o económico, sí tiene para invertir en cabilderos para que influyan ante quien deban influir. Por eso a ellos nunca se les verá en manifestaciones callejeras o de plazas públicas gritando interjecciones detonantes. Su incidencia se da en las alfombras rojas de las oficinas, en la secrecía de los muros palaciegos, entre viandas y bebidas, viajes pagados exprofeso, depósitos bancarios discretos, golpes de vientre y risas sardónicas.

 

El pueblo tiene que recurrir a marchas y plantones, cierre de oficinas y carreteras, huelgas de hambre y paros indefinidos, conductas cismáticas que exasperan a los poderes fácticos por las afectaciones económicas que les repercuten.

 

Y para descalificar la protesta social, banalizan sus demandas y los reducen con  calificativos criminales para potenciar una repulsa social. Por eso les llaman vándalos, anarquistas, revoltosos, terroristas, etc. Les asusta que la base piramidal se mueva y provocan al pueblo mismo para que les una en su contra.

 

No pretendo enarbolar justificaciones de ninguna especie, sólo trato de explicarme los acontecimientos, los hechos, los sucesos en que estamos inmersos como consecuencia de la actitud torpe y tramposa del leviatán de poder descomunal.

 

Encontrar el principio de causalidad implica atrevernos a pensar. No en vano Francisco de Goya, el pintor español, dejó grabado en su serie Los Caprichos el siguiente paradigma: “El sueño de la razón produce monstruos”.

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