Francisco
RIVAS LINARES
En
el argot de la burocracia, un coyote
es aquella persona que agiliza los trámites para la obtención de un bien o
servicio, a cambio de una cantidad de dinero previamente convenida con el
cliente potencial. Para lograrlo, evade todo principio normativo contando, al
efecto, con el apoyo tácito de la jerarquía de la instancia en la que opera y
con quien habrá de compartir las ganancias.
Un
pollero es la persona que violando
toda ley migratoria ayuda a cruzar la frontera por el desierto o puertas
fronterizas previamente convenidas, a quienes aspiran llegar a los Estados
Unidos de Norteamérica en pos del sueño
americano. Sus servicios se cotizan en dólares redituándoles varios miles
que comparten con las autoridades omisas.
En
cuestiones políticas, un cabildero es
la persona que trata de influir en funcionarios electos para que, llegado el
momento, las leyes, normas o decretos favorezcan o no perjudiquen al sector
social o del poder económico que les haya contratado. Sus servicios son
considerados necesarios para el ejercicio eficaz de la política, se califican
de profesionales y se cotizan por horas, cuyos costos son millonarios.
Los
cabilderos, a diferencia de los coyotes y polleros, están regulados por un código administrativo mismo que
les prohíbe aplicar sobornos, cosa que resultaría muy difícil comprobar que
efectivamente no lleguen a emplear ese recurso; por eso, ante la sospecha o la
duda, el pueblo hizo propia la expresión maicear
utilizada por Porfirio Díaz, quien solía
aplicarla al político que se atreviera a criticarlo diciendo este pollo quiere maíz con lo que
sugería que el criticón buscaba realmente ser sobornado con dinero o cargo
público.
Por
desgracia el pueblo no cuenta con los recursos suficientes que le permita
contratar servicios de cabilderos. De
haber contado con ellos, tal vez no se hubiera publicado el decreto que
desapareció Luz y Fuerza del Centro, ni las leyes reformadoras de sistema de
pensiones, ni la laboral que legaliza la subcontratación y anula las conquistas
ancestrales de los obreros y trabajadores, ni la del rescate bancario, ni la
venta de las empresas paraestatales, ni la educativa, tan controvertida en
estos días, ni la agraria, que desapareció el ejido y dio apertura a la
privatización de la tierra, en fin.
El
poder, político o económico, sí tiene para invertir en cabilderos para que influyan ante quien deban influir. Por eso a
ellos nunca se les verá en manifestaciones callejeras o de plazas públicas
gritando interjecciones detonantes. Su incidencia se da en las alfombras rojas
de las oficinas, en la secrecía de los muros palaciegos, entre viandas y
bebidas, viajes pagados exprofeso, depósitos bancarios discretos, golpes de
vientre y risas sardónicas.
El
pueblo tiene que recurrir a marchas y plantones, cierre de oficinas y
carreteras, huelgas de hambre y paros indefinidos, conductas cismáticas que
exasperan a los poderes fácticos por las afectaciones económicas que les
repercuten.
Y
para descalificar la protesta social, banalizan sus demandas y los reducen
con calificativos criminales para
potenciar una repulsa social. Por eso les llaman vándalos, anarquistas,
revoltosos, terroristas, etc. Les asusta que la base piramidal se mueva y
provocan al pueblo mismo para que les una en su contra.
No
pretendo enarbolar justificaciones de ninguna especie, sólo trato de explicarme
los acontecimientos, los hechos, los sucesos en que estamos inmersos como
consecuencia de la actitud torpe y tramposa del leviatán de poder descomunal.
Encontrar
el principio de causalidad implica atrevernos a pensar. No en vano Francisco de
Goya, el pintor español, dejó grabado en su serie Los Caprichos el siguiente paradigma: “El sueño de la razón produce monstruos”.
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