Los “grandes” líderes sindicales de México
son lo que parecen y lo que aparentan: viejos dictadores, caciques depredadores,
el club de la eternidad. Una relación perversa con el poder les ha permitido
forjar una gerontocracia tan profundamente antidemocrática que se han
convertido en representantes emblemáticos del régimen antiguo; no admiten la
crítica, ni ejercen la autocrítica, son adaptables a cualquier escenario,
situación o ideología; y un despotismo ilustrado caracteriza su comportamiento;
empero, el fraude radica no en engañar a sus representados, sino en que han
traicionado sus principios. Sólo la muerte o la cárcel son capaces de
arrancarles su liderazgo.
En su más reciente libro, Los amos de la
mafia sindical, que empezó a circular en estos días, Francisco Cruz Jiménez
rescata ocho historias de larga duración –una de ellas la de Francisco
Hernández Juárez que a continuación presentamos– que muestran no sólo a los
ocho dirigentes más poderosos del país, sino las perversiones y deformaciones
de una burocracia sindical que se queda con la enorme fortuna de las cuotas de
sus agremiados, sobre las que no hay transparencia ni control, y pintan la
triste y compleja historia de una realidad. [Fragmento de Los amos de la mafia
sindical, de Francisco Cruz Jiménez, Temas de hoy, publicado con autorización
de Editorial Planeta].
Ciudad de
México, 29 de agosto (SinEmbargo).– Conocido por sus colaboradores como
“Juárez”; Pancho, así, a secas, entre familiares y amigos cercanos;
Paco-Francisco, para las operadoras que lo encumbraron; el cacique de Telmex,
según sus detractores; o visionario, como se autodefinió alguna vez, Francisco
Hernández Juárez representa una figura ambigua y polémica, marcada por
profundas contradicciones, que sirve para reseñar, de carne y hueso, la
historia del sindicalismo mexicano durante las últimas cuatro décadas.
Bajo
cualquier nombre, mote o apelativo, referirse al término de “líder sindical”
remite, en primera instancia, a una serie de virtudes públicas, pero escasas en
el México actual: guía demócrata, dirigente carismático, hombre sensible,
idealista o baluarte del sindicalismo moderno. Y, como descarado contrapunto
lleno de fantasmas, nos enfrentamos también una telaraña de vocablos de
inconmensurable cercanía: populista, déspota sindical, grillo mediatizador,
modelo del neocharrismo y monstruo salinista.
Toda esta
gama de conceptos, tanto los positivos como los negativos, envuelven el aura de
poder que desde 1976 forma gran parte de la vida de Juárez.
Pancho-Paco-Francisco es responsable del destino laboral de 32 mil 500
trabajadores en activo —62 por ciento de la planta de Telmex, que representa
ocho por ciento del total de los empleados del Grupo Carso, uno de los mayores
conglomerados de México que controla gran variedad de empresas de los ramos industrial,
de consumo, inmobiliario y deportivo, propiedad del magnate Carlos Slim Helú—,
así como de 18 mil jubilados del Sindicato de Telefonistas de la República
Mexicana (STRM).
El equipo
telefonista parece cohesionado en torno a la figura híbrida de Pancho, pero de
una de esas dimensiones paralelas también emergen imputaciones o vicios
privados difíciles de ocultar: complicidad para no cubrir, desde la
privatización de la empresa en 1990, miles de plazas vacantes; explotación de
trabajadores sindicalizados; nepotismo; represión; negociaciones en lo oscurito
para reducir el monto de las pensiones; y hasta denuncias judiciales por
malversación de fondos —como aquella que se presentó durante el movimiento de
marzo de 1982 ante la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal,
contra Hernández Juárez y algunos de sus allegados, por disponer de 500
millones de pesos de las cuotas obreras.
Para nadie
es secreto que su cercana relación con el entonces presidente Carlos Salinas le
permitió sacar ventajas en el proceso de modernización de Teléfonos de México,
conocida más por su acrónimo Telmex, y la venta posterior de la empresa a Slim,
porque obtuvo garantías de que no habría despidos. Y así pasó, aunque el
desencanto llegó pronto —y para quedarse— porque, hasta hoy, al menos, están
vacantes 9 mil 500 plazas sindicalizadas. Tampoco hay certeza sobre las 12 mil
que quedarán desocupadas en los siguientes cuatro años por igual número de
telefonistas en posibilidad de solicitar su jubilación.
Cualquier
etiqueta que se le ponga contiene una verdad: en 37 años al frente del
sindicato, Hernández Juárez ha sido un hombre muy moldeable, siempre tranquilo
con su chamarra de piel, como lucen los obreros que han conseguido un buen
pasar gracias a que ha sabido adaptarse a cualquier escenario político,
ideología o partido que le permita mantenerse en primer plano. Como si el
tiempo se suspendiera, en la historia de ese mundo paralelo que es el
sindicalismo aflora un alud de suspicacias, conjeturas, sospechas, morbo y
críticas que se levantan desde el flanco mismo de los trabajadores de la
empresa telefónica mexicana.
En efecto,
Hernández Juárez se mantiene firme en la Secretaría General del STRM desde hace
cuatro décadas a través de antiguos métodos del sindicalismo que incluyen
represión, despido, hostigamiento a opositores, suspensión de derechos,
nepotismo, destitución de delegados, negativa a tramitar prestaciones
contractuales y sindicales, así como pago del anticipo por antigüedad para
deshacerse de los oponentes internos.
La historia
de Pancho, Paco, Francisco o Juárez se remonta a abril de 1976, cuando, siendo
prácticamente desconocido accidentalmente, y con un golpe de suerte, se coloca
al frente del descabezado y caótico movimiento democratizador o revuelta fratricida
del viejo Telmex o monopolio gubernamental telefónico, a través del llamado
Movimiento Democrático 22 de Abril. Tal revuelta había iniciado un año antes en
el Departamento de Centrales Mantenimiento para derrocar el grotesco e impúdico
liderazgo que, desde 1970, estaba bajo resguardo del charro Salustio Salgado
Guzmán o Charrustio, como lo llamaban los trabajadores.
Apoyado por
la anarquía del movimiento —en el que participaban grupos de todas las
corrientes y tendencias internas, incluidas las de izquierda, radicales y
moderados—, así como la furia de las explotadas y ninguneadas operadoras, el
destino puso a Pancho-Paco y sus amigos Mateo Lejarza —quien más adelante sería
el ideólogo del sindicato— y Rafael Marino en el lugar indicado a la hora
correcta. Ninguno tenía experiencia sindical. Los tres formaban parte del
Ateneo Lázaro Cárdenas, un grupo de estudio, integrado por alumnos de la
Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica (ESIME) del Instituto
Politécnico Nacional, tutelado por un periodista español que prestaba servicios
profesionales al gobierno del presidente Luis Echeverría Álvarez.
Astuto como
era y con su característica intuición de depredador político, Echeverría le dio
el visto bueno a la naciente dirigencia sindical juarista. Entrado el último
año de su gobierno, vio y aprovechó la oportunidad de contar con un nuevo
aliado con el que pretendía ampliar su esfera de influencia en la
administración siguiente, que recaería en su amigo del alma y subordinado José
López Portillo y Pacheco —Jolopo, como se le conocía—, al que esperaba manejar
como muñeco de trapo.
A Hernández
Juárez nadie, ni aliados ni enemigos, le regatea lo suertudo ni su éxito;
menos, su agudo sentido del oportunismo y la oportunidad. Pero tampoco él puede
negar ninguna de las versiones que registran la cercanía con sus tres grandes
protectores: los ex presidentes Echeverría y Salinas, así como el extinto y,
paradójicamente, inmorible e insustituible líder obrero Fidel Velázquez
Sánchez, quien lo introdujo en las intrincadas redes del poder.
LA
GENERACIÓN GERBER
Una vez que
Hernández Juárez se posicionó al frente de los telefonistas, tuvo fuerza para
aplastar a los grupos de la izquierda sindical, a los remanentes del charrismo
impuesto por Salgado Guzmán y a grupos empresistas como el de Rosina Salinas
—quien contaba con el apoyo de la diputada Concepción Rivera, representante del
Congreso del Trabajo—. Con este movimiento estratégico, el líder sindical pasó
a formar parte de la amplia y compleja telaraña de maniobras que, desde el
inicio del sexenio de Echeverría en 1970, operadores políticos presidenciales
tejían a fin de controlar a todos los obreros del país.
Los
siguientes cuatro años fueron tortuosos para Paco, Pancho. Aun así, en un
camino empedrado y cuesta arriba, porque se había ido su protector Echeverría
—cuyo sexenio terminó el 30 de noviembre de 1976—, maniobró para que la III
Convención Nacional Democrática del sindicato telefonista aprobara una
sugerente propuesta del Departamento de Programación y Recepción de Equipo:
“Por esta única vez y sin que cause precedente”, el secretario general podría
participar como candidato para dirigir al STRM por otros cuatro años.
Hernández
Juárez tomó entonces tiempo para cortejar a algunos de sus adversarios, emprendió
una campaña de persecución contra otros, manipuló para que la empresa se
deshiciera, vía despido fulminante, de otros más; en fin, hizo lo imposible y
consiguió poderes especiales para manejar el sindicato y sentó las bases de un
esquema de permanencia indefinida en la Secretaría General, a través de un
cambio de estatutos que instauraron lo que originalmente no existía y contra lo
que luchaban los juaristas: la reelección. Si nada se interpone en su camino,
aquella cláusula especial —“por esta única vez”— sentó precedentes porque, en
abril de 2016, Pancho-Paco-Francisco completará su novena reelección
consecutiva y 40 años como dirigente sindical. Apenas llegó a los 63 años de
edad, pero, desde hace tiempo, Francisco Hernández Juárez forma parte de la
gerontocracia sindical mexicana. Desde sus oficinas en la calle de Villalongín,
en el Distrito Federal, ha visto pasar a seis presidentes: José López Portillo,
Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe
Calderón; siete si se toman en cuenta los últimos siete meses de Echeverría, y
ocho, con Enrique Peña Nieto.
LA
MINIDICTADURA, “POR ESTA ÚNICA VEZ”
Titubeante e
inseguro por el repentino e inesperado ascenso, Pancho poco a poco se acogió a
la sombra de las frases pintorescas de Fidel —“llegamos con la fuerza de las
armas, y no nos van a sacar con los votos”, o “el que se mueve no sale en la
foto”—. Se unió a la veneración a un hombre que concibió la gerontocracia
cetemista como eterna, al grado que alguna vez llegó a creer que se le había
pasado la muerte. Agachó la cabeza cuando los secretarios del Trabajo se
convirtieron en modernos capataces de los obreros que redujeron el papel de los
sindicatos a meros organismos de la defensa del empleo.
El
acercamiento entre Velázquez y Juárez fue normal e inevitable; aquel hombre de
76 años de edad era un almanaque y un compendio de la historia sindical del
país a partir de la segunda mitad de la década de 1920. Aceptó al naciente
líder porque se lo impuso Echeverría o, de plano, Pancho le cayó bien, aunque
al principio —entre 1976 y 1982— le tenía desconfianza porque no acababa de
amarrar todas las piezas del rompecabezas del sindicato telefonista.
Tres meses
después de asumir el inesperado cargo y cuando el torbellino de la revuelta
contra el charrismo no se apagaba, Pancho tuvo una serie de traspiés que
pudieron ser fatales para él y para todo su movimiento. No era que lo
exhibieran sus indecisiones o algunos de los opositores de la dirigencia
anterior —quienes aún controlaban secciones sindicales foráneas, como
Guadalajara, Puebla y Monterrey—, sino lo errático de sus posicionamientos.
Los recelos
del viejo Fidel tenían otras razones. La oposición interna, o los democráticos,
como se les identificaba entre los telefonistas, a través de Línea Democrática
y otros grupos que se inclinaban en forma abierta por el sindicalismo
independiente, presionaban al bisoño Paco para romper cualquier tipo de alianza
con el gobierno federal, renunciar públicamente al PRI y a la CTM; y, lo más grave,
desligarse del Congreso del Trabajo, estas dos últimas organizaciones
controladas por Fidel Velázquez. Ello era el equivalente a un pecado mortal.
Todavía, todos los mexicanos nacían católicos y priistas.
Los
enjuiciamientos a Hernández Juárez y su grupo —comandado por Lejarza y Marino—
llegaban casi a diario y por todos los flancos. Jesús Sosa Castro, responsable
de la Comisión Sindical del Partido Comunista Mexicano (PCM) —que había logrado
conjuntar una pequeña y muy aguerrida fuerza de telefonistas reagrupada en el
Frente Democrático de los Telefonistas—, acusó: “El actual secretario general
del STRM cree que la manera de consolidar sus triunfos debe partir de estar
bien con el gobierno. […] Considera que salvaguardar al sindicato de las
acechanzas del enemigo y consolidar la organización de telefonistas en sus
propósitos político-sindicales podrá lograrse en la medida en la que se
establezcan alianzas con el gobierno”.
Por si le
hicieran falta problemas, el 19 de noviembre de 1981 los departamentos de
Centrales Manutención Matriz y Centrales Automáticas Foráneas redefinieron y
entraron en una novedosa etapa de lucha a través de ausentismo colectivo. La
protesta se generalizó y justo la víspera de Navidad se reportó la segunda
protesta, otro ausentismo colectivo. El año siguiente fue un caos entre paros
pequeñitos —de 45 minutos a tres horas— y el ausentismo colectivo programado.
Lo mismo se reportó en las instalaciones de San Antonio Abad, Casa Matriz,
Vallejo o Zaragoza en la Ciudad de México, que en Poza Rica, Veracruz; Oaxaca;
Ciudad Guzmán, Jalisco, y Monterrey, Nuevo León.
La
generalización de los problemas, sin embargo, no fue suficiente para derrotarlo
en las elecciones internas de 1980. Pancho, Paco Francisco, quien a esas
alturas era ya un superhombre para la operadoras de Telmex, encontró siempre la
fórmula para caer de pie. Por ejemplo, aún no terminaba de sentarse en la silla
que antes fue de Salustio Salgado Guzmán cuando tuvo la ocurrencia de proponer
que se redujera de cuatro a dos años el periodo de la dirigencia sindical. Sólo
él sabe quién lo hizo cambiar de opinión, pero casi de inmediato dio marcha
atrás y él mismo tiró su propuesta.
Tampoco
desatendió a Fidel. Ya se descubriría que en aquellos días aciagos conocidos
como la crisis de marzo de 1982 —del 3 al 19, cuando incluso algunos
contingentes lo desconocieron, con todo y su Comité Ejecutivo Nacional, y
tomaron el edificio sindical—, Pancho se resguardó en las oficinas del Congreso
del Trabajo, controlado, como hasta su muerte en 1997, por Fidel Velázquez.
LO
INOLVIDABLE… QUE NUNCA SE OLVIDARÁ
Poderoso
uno, ambicioso el otro, la relación Velázquez-Juárez se consolidó. De la mano
de Fidel, los nuevos colegas, el gobierno y las autoridades del Trabajo
recibieron al joven audaz y ambicioso David que había derrotado, a pesar de la
mano negra, al charro Salustio Salgado Guzmán, a los embates de una parte del
oficialismo de la empresa a través de Rosina y, por si fuera poco, había
nulificado el “bipartidismo” interno y expulsado de Telmex al ala izquierdista.
Si bien no era una apuesta a ciegas, Pancho parecía dispuesto a arriesgarlo
todo para ganarlo todo.
En un abrir
y cerrar de ojos, Pancho se encontró bajo la larga sombra protectora que
proyectaba ese monstruo de colmillos tan largos como retorcidos que conocía
cada palmo de las entrañas del poder. La interlocución de Fidel brindó a Pancho
y a sus telefonistas fortaleza para aguantar, a pie firme, los ataques que
salieron desde las oficinas de los presidentes José López Portillo y Miguel de
la Madrid, de 1977 a 1988.
Gracias a su
dominio del sistema político y al control que ejercía del movimiento obrero
organizado, en 1985 Velázquez impuso su voluntad y llevó a Hernández Juárez a
la Vicepresidencia del Congreso del Trabajo. Dos años más tarde, en 1987, el
líder de los telefonistas llegó a la Presidencia de ese organismo, desde donde
se dio el lujo, nacido más de la inexperiencia, de enfrentarse con más de un
funcionario federal. Al secretario del Trabajo, por ejemplo, el durísimo
Arsenio Farell Cubillas, lo llamó mentiroso.
Pancho,
Paco, Francisco no era más aquel jovencito lustrador de calzado. Nadie tampoco
recordaba los tiempos aquellos del “lidercito” de Telmex que aprovechaba cada
fiesta sindical, y vaya si eran famosas, para bailar, valga la palabra, con
todas las operadoras que con él querían bailar cuando era un héroe. Tampoco
tenía rastros del panadero que pudo ser, ni del aprendiz de mecánico y del
Departamento de Centrales Telefónicas Automáticas que llegó a la empresa a los
16 años de edad. Había cortado la melena estudiantil. Poco a poco la memoria
colectiva olvidó aquel viejo y destartalado Volkswagen que se le conocía y que,
consolidado en la dirigencia, cambió por un Corsar. Y sí, con todo y chofer.
Las
lecciones de Fidel fueron provechosas. Todavía hay quienes recuerdan el
fastuoso arranque, en el auditorio de la CTM, con todo y acarreados, de la
Octava Convención Nacional, el 19 de septiembre de 1983 —cuando madrugó a sus
rivales y puso los cimientos para la segunda reelección—, inaugurada por un
invitado especial: el presidente Miguel de la Madrid, un tecnócrata enemigo de
los sindicatos, sin importar sus etiquetas: independientes y oficialistas.
Más
recordado —en el pueblo dirían “de aquellas cosas inolvidables que nunca se
olvidarán”— sería el discurso que pronunció el 1 de octubre de 1984, a
propósito de su segunda reelección —si se toma en cuenta que la de 1976 que
propició el derrocamiento de Charrustio Salgado Guzmán fue una elección
limpia—: “Ésta es una magnífica oportunidad para expresar un especial
agradecimiento a una organización ejemplar y a un hombre de distinguidas y
trascendentes dimensiones sociales. Me refiero a la Confederación de
Trabajadores de México y a su secretario general, el compañero Fidel Velázquez,
que con su apoyo han fortalecido nuestras luchas. Hay intereses que se
beneficiarían si nosotros nos alejamos de la CTM y del Congreso del Trabajo”.
LA MODA DEL
NEPOTISMO
Francisco
Hernández Juárez es capaz de convencer a sus críticos de que ya quiere
retirarse y está listo para hacerlo, que no es un cacique ni pertenece a la
gerontocracia sindical mexicana. Su imagen, sin embargo, queda maltrecha por la
realidad. La disidente Corriente Nacional de Telefonistas por la Democracia ha
documentado cómo, bajo el liderazgo de Pancho, “el sindicato ha perdido 50 por
ciento de su materia de trabajo, pues la empresa la ha trasladado a empleados
de confianza; compañías filiales y Grupo Carso —Telcel, Cycsa, Sanborns, Imtsa,
Telcorp, Comertel Argos, Teckmarketing o Contelmex—; contratistas; proveedores
como Alcatel, Ericsson, Nec o Philips, y personal eventual sin contrato y sin
prestaciones. Telmex, arguyen, se desarrolla y crece, mientras el sindicato se
reduce”.
Y para
algunos de sus más acérrimos críticos, como José Antonio Vital, de la Alianza
de Trabajadores de la Salud y Empleados Públicos, Hernández Juárez fracasó en
dirigir a los trabajadores organizados del país en los últimos 20 años. Igual
que Fidel Velázquez no pudo avanzar a un movimiento de representación nacional
y se quedó en un esquema de control hacia los trabajadores sin pensar en el
país ni en los intereses de la clase laboral, constituyendo un “nuevo feudo con
los vicios que combatió”.
No se trata
de ninguna broma ni de palabras a la ligera. La imagen de sindicalista
independiente de Pancho se daña un poco más cuando se especifican algunos casos
concretos. Ejemplos sobran y asustan, como lo pone en contexto la disidencia.
Si bien los términos de la jubilación no han sufrido cambios desde la
privatización, las condiciones reales en que se jubilan los trabajadores
significan, hoy, la reducción de los ingresos a la mitad, porque, según la Cláusula
149 del Contrato Colectivo de Trabajo, se concede con 30 años cumplidos de
servicio, pero el monto de la pensión jubilatoria contractual se calcula
tomando como base al salario de nómina, eliminando, en el cálculo final, los
incentivos y prestaciones que representan hasta 50 por ciento de los ingresos
de un trabajador en activo.
El martes 3
de octubre de 2007, aprobada ya una reforma que garantizaría en 2008 otra
reelección de Pancho, Paco, Francisco, una nueva bomba estalló. Algunos
jubilados que habían pertenecido al sindicato, así como la Red Nacional
Telefonista, que aglutinaba a poco más de 8 mil trabajadores y tenía presencia
en siete estados, entregaron a la prensa un documento que mostraba un
desconocido lado oscuro e, irónicamente, humano de Pancho: alcanzada la cumbre
y la estabilidad en la dirigencia sindical, jamás olvidó ni desamparó a su
familia entera.
Nadie podría
considerarlo entre esos personajes que pueden separar su vida pública de la
privada. La Red y los jubilados entregaron una lista con nombres y apellidos de
familiares de Hernández Juárez que laboraban en o para el STRM. En otras
palabras, aunque no siempre se puede juzgar a un líder por su parentela, en 31
años había consolidado el Comité Ejecutivo Nacional del sindicato como un
negocio de familia. El documento incluía hermanos, hijos, cuñados, sobrinos, yernos
y nueras en distintos puestos de la organización. Entre ellos destacaban sus
hermanas Ana María, como contralora en caja; Margarita, secretaria privada; y
Teresa, comisionada en la Coordinación General Comercial. Para esa época, los
comisionados nacionales, además de cobrar su sueldo íntegro, con todo y el bono
de productividad, más los dos salarios mínimos de ayuda estatutaria, obtenían
un viático que llegó a promediar 22 mil pesos mensuales, libres de polvo y
paja.
Ni Pancho ni
el sindicato desmintieron la información. El documento incluía a sus hermanos
Jesús, Rafael y María Luisa. El primero, en la Comisión Obrero Patronal,
encargada de las negociaciones con las empresas Telmex, CTBR (bienes raíces),
Tecmarketing y Limsa.
El Teto
Rafael, técnico en telecomunicaciones, asesor, responsable de la agenda del
STRM, y comisionado del Comité Ejecutivo Nacional con la más alta categoría
salarial. Y, finalmente, María Luisa, contralora de la Caja de Ahorro de los
Telefonistas, conocida sarcásticamente entre los trabajadores como BanJuárez.
En la
genealogía de Juárez involucrada con el sindicato fueron incluidos sus hijos
Noé y Claudia Hernández Castro. Con un sueldo de 50 mil pesos mensuales, Noé en
el manejo del personal del STRM, así como todas las concesiones de las máquinas
de café y refrescos pertenecientes al gremio a nivel nacional; además de
prestar servicios en el área de Oficialía Mayor. Por su parte, Claudia fue
nombrada coordinadora del Sistema de Información Sindical, desde donde se
controlan los trámites de los trabajadores, así como toda la información al
interior de la organización.
Ejemplos
abundan sobre cómo se levantó un nuevo feudo con todos los vicios del pasado.
EL PRECIO DE
LA TRAICIÓN
A pesar de
todo y contra todo, la mancuerna Fidel-Francisco o Francisco-Fidel se mantuvo
firme hasta que Pancho se encontró providencialmente, a principios de 1988, con
su segundo Echeverría en la figura del cuestionado y vituperado Carlos Salinas
de Gortari. Uno, el líder sindical telefonista, ambicionaba más, mucho más. Al
otro, más conocido como el mandatario del fraude de julio de 1988, además de
legitimación, le urgían recursos para consolidar el régimen neoliberal impuesto
por su antecesor, Miguel de la Madrid.
No importa
quién buscó a quién. Como pasó con Fidel, el encuentro fue natural. Y sirvió
para escribir una pequeña novela de ambición, celos y poder que permitió a
Salinas llevar un proceso sin sobresaltos que culminó con la venta de Telmex,
una empresa paraestatal rentable, al empresario Carlos Slim, en 1990; mientras
a Pancho le dio la oportunidad de deshacerse —encaja bien la palabra
traicionar— del viejo Fidel.
La medida
salinista fue audaz. Lleno de ambición, Pancho cayó en las redes del poder. El
oportunismo jamás le habría dejado rechazar un llamado presidencial. Menos, de
un priista “encantador” como Salinas, quien llegó a Los Pinos y a Palacio
Nacional con la espada desenvainada. Al dirigente telefonista se le puede
acusar de muchas cosas, menos, así lo demuestra la historia, de torpeza.
Tampoco le ha faltado suerte.
En esas
condiciones y con esos “atributos”, cuando el país literalmente ardía en 1988
por las sospechas de fraude electoral, en septiembre de ese año Pancho
terminaría por legitimar a Salinas, invitándolo como testigo de honor a la XII
Convención Nacional del STRM, en la que rendiría su informe anual de labores
como secretario general. El líder sindical consintió, apapachó y entregó su destino
político-sindical al candidato presidencial priista y se dio tiempo para
decirles a los telefonistas: “El proceso que se definió el 6 de julio nos
beneficia a todos. […] Podemos comprobar lo acertado de haber planeado, desde
el inicio, que lo más conveniente para los telefonistas era concertar con quien
más posibilidades tenía de llegar a la primera magistratura del país”.
Los
encuentros Salinas-Pancho se hicieron tan frecuentes que se convirtieron en una
rutina. Desde el inicio de su administración, el 1 de diciembre de 1988,
Salinas tenía claro el papel que jugaría el sindicato de Telmex para consolidar
el neoliberalismo mexicano. Le eran familiares las formas para ganarse la
lealtad y hasta la sumisión de sus allegados. Mantuvo al líder telefonista
pegadito a él. Éste se rindió a los hechizos y aceptó gustoso el llamado meloso
presidencial. Bastaba que le dieran guías de la postura que debía adoptar.
Pancho se había convertido en el más ferviente impulsor de la privatización de
Telmex. A su manera, dejó testimonios de esa cercanía, recogidos algunos en
1995 por el periodista Rafael Rodríguez Castañeda en el libro Operación Telmex,
contacto en el poder.
En una
visita a Washington, Salinas le dijo a Enrique Iglesias, director del Banco
Interamericano de Desarrollo (BID): “Éste es mi amigo Francisco Hernández
Juárez, espero que puedan ayudarlo”. Y lo ayudaron. Ya privatizado Telmex, los
trabajadores telefonistas se quedaron con un paquete de las acciones de la
empresa por unos 324 millones 953 mil 222 dólares, que se liquidaron a través
de un fideicomiso de Nacional Financiera (Nafinsa) por 325 millones de dólares.
Las acciones terminarían más tarde en manos de Slim porque los trabajadores
sindicalizados descubrieron muy pronto que su dirigencia usaba el reparto de
los beneficios como una forma de chantaje y se hizo casi imposible que los
recibieran quienes no colaboraban con la empresa.
Palabras
más, palabras menos que recoge Rodríguez Castañeda, Hernández Juárez fue muy
elocuente y lengua suelta con algunos periodistas. Durante el último día de una
gira de trabajo en la que acompañó al presidente Salinas a Washington dijo:
“Necesito ir a un centro comercial a comprar unos pinches tenis porque Claudio
X, González —el magnate— quiere que vaya a correr con él […] Y para comprarle
cosas a mis hijas. Además, en el avión [presidencial] me dieron este fajote de
dólares —eran billetes de 100— y mejor me los gasto, no vaya a ser que me los
pidan al regreso”. Y se los gastó, según se pudo constatar al día siguiente
allí mismo en Washington.