domingo, 21 de noviembre de 2010
Centenario de la Revolución: el discurso oficial, sobre un México que pocos ven
Nota de Arturo Cano
Periódico La Jornada
Domingo 21 de noviembre de 2010, p. 7
Mamá, quiero saber de dónde son los cantantes. Aunque el repertorio del corrido revolucionario es vasto, la banda y el coro de la Armada de México se arrancan, a la espera del Presidente, con el Son de la loma. Mamá, ¿quiero saber de qué se trata este homenaje? Eso parece decir el gesto asustado de una niña de secundaria que, con sus compañeras, vino a ocupar algunas de las mil sillas puestas frente al Palacio de Bellas Artes.
¿A quién se recuerda? El presidente Felipe Calderón elige la figura de Francisco I. Madero, a quien menciona 17 veces en su discurso, contra 19 de la palabra libertad y 26 de democracia. Para perpetua memoria, además, nos deja una estatua ecuestre del señor Indalecio.
Lo que importa, sin embargo, es que el discurso de Calderón no es sobre la Revolución, sino sobre la democracia. Más que el aporte de Madero (el sufragio efectivo sólo merece una mención), el michoacano destaca la importancia del legado de Carranza: la Constitución de 1917, la “más avanzada y la primera de los tiempos modernos en el mundo”.
El logro de los “anhelos sociales” de los mexicanos (educación, salud, vivienda) ha sido posible, dice Calderón, por la consolidación democrática derivada de la paz posrevolucionaria. Un discurso que podría haber suscrito, sin rubor alguno, cualquiera de los últimos presidentes del Partido Revolucionario Institucional.
Democracia, pluralidad y respeto sin límites a la libertad de expresión son los ingredientes del México que mira el Presidente a 100 años del estallido revolucionario. Un México que muchos no ven, pero que Calderón dibuja en tres pases: la doceava economía del mundo tiene hoy “significativamente” menos pobres que hace 100 años, casi todos ellos cuentan con servicios de salud, se crean empleos y, sobre todo (y en el punto insiste hasta el cansancio), “hay competencia electoral y democracia”.
En su turno, el secretario de Educación anuncia una discusión nacional sobre las “distintas visiones” del movimiento revolucionario. Él, que no quiere opacar a su jefe, deja de lado el debate y dedica más tiempo a elogiar al escultor que al esculpido. Presume, por ejemplo, la disposición de la estatua, pues permite, dice, incluso sentarse a su sombra: “Nadie ama lo que no conoce”.
La cuarta revolución y el reformador
El popurrí revolucionario (La Adelita, La Valentina, La Cucaracha, con todo y su falta de mariguana y, vaya usted a saber por qué, Juan Colorado) da paso a los discursos.
Jorge Ramírez, priísta y presidente de la Cámara de Diputados, hace una autocrítica un tanto atropellada de la clase política a que pertenece: “La cuarta revolución ya comenzó y será con nosotros, sin nosotros o contra nosotros”.
Y si Calderón hace de la palabra “democracia” el eje de su discurso, Manlio Fabio Beltrones se presenta como el reformador: “¿Para qué queremos reformas? Queremos reformas para tener gobiernos de calidad, apoyados más en las instituciones que en las porfiadas habilidades de sus integrantes”.
El senador aprovecha el viaje para agregar al santoral del día a los ignorados por Calderón: sus paisanos Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, y Lázaro Cárdenas.
La democracia que hemos construido, dice el Presidente en ese escenario, hace posible “estar en la plaza pública evocando una historia común desde distintas vertientes políticas”. Pero salvo el lunar de gente frente a la nueva estatua, en la plaza pública sólo se ven uniformes verdes y azules.
Calderón llega puntual, según el programa, y de inmediato suelta el mecate que detiene unos enormes globos blancos. La gran manta se alza y queda al descubierto la nueva estatua.
Para rematar, unos 80 descendientes del Apóstol de la Democracia se hacen muégano para tomarse la foto con el Presidente.
El triunfo de la “historia de bronce”
“Antes de la batalla ensayaron La Adelita” (Carlos Monsiváis). Las fuerzas armadas, pronto ya enteritas en la “guerra” contra el narcotráfico, ensayaron el pasado 13 de septiembre la escenificación de pasajes históricos que hoy repiten en las calles del Centro.
Dado que ya ni los priístas se reclaman herederos, a un siglo de distancia la Revolución se convierte en siete carros alegóricos, réplica de una locomotora de 1900, algunos vagones y muchas salvas.
Un militar hace de Pancho Villa, otro de Madero, uno más de Zapata. Sólo hace falta un elemento con las características físicas necesarias para representar con fidelidad al Manco de Celaya, porque hasta el militar encargado de encarnar a Aquiles Serdán (Cerdán, le ponen en los papeles de Los Pinos) luce una calva digna de libro de texto de los 50.
Los presentadores, sacados de la Hora Nacional, leen textos que nunca aluden a la muerte de ninguno de los héroes, repletos de lugares comunes y algunos mal redactados. En el inmenso graderío, frente al Palacio Nacional, se suceden imágenes igualitas a las monografías de hace 40 años.
En resumen, la historia de bronce –que tanto criticara el Partido Acción Nacional desde la oposición– en todo su esplendor.
“La Revolución Mexicana es un hecho que irrumpió en nuestra historia como una verdadera revelación de nuestro ser”, cita Calderón a Octavio Paz. Bien pudo haber elegido otra cita del Nobel mexicano. Por ejemplo: “Mi padre, al tomar la copa,/ me habla de Zapata y de Villa,/ Soto y Gama y los Flores Magón./ Y el mantel olía a pólvora”.
Pero la cita, igual, es de pasada. A Calderón le importa subrayar que llegamos al centenario en paz. Y también encontrar paralelismos, que insinúa, entre su presidencia y la de Madero: “Respetó a los legisladores que, incluso, anticipaban a voz en cuello, desde la tribuna, su propia caída… respetó a la prensa como nadie en la historia hasta entonces en México y fue víctima de la más insidiosa campaña hasta entonces conocida”.
Su eje discursivo, sin embargo, es la “consolidación democrática” de México, una realidad que, claro, tiene enemigos. Los violentos, claro. Dice Calderón: “Hay generaciones que pelearon, precisamente, por esa libertad y por esta democracia, como las de 1810 o la de 1910. Y a nosotros, ahora, herederos precisamente de esas conquistas, nos toca defenderlas y ampliarlas frente a quienes las amenazan con su violencia”.
Todos los caminos, vaya, conducen a la “guerra” calderonista.
El mantel de Calderón
“Hoy debemos honrar y celebrar al más importante de nuestros héroes, al héroe colectivo que son las mujeres y los hombres del pueblo de México.”
El esforzado pueblo evocado en el discurso presidencial, que madrugó para venir al desfile, se queda con ganas de más. “Oiga, ¿deveras ya se acabó?”, preguntan la señora, el anciano y el joven detrás de las vallas.
“Todo lo que ésta (la hermana de Emiliano Zapata) llevaba encima probablemente se podría haber comprado con unos cinco dólares” (John Womack, citando a un testigo de la aparición pública de la familiar del Caudillo del Sur).
Muchas mujeres que han esperado desde temprano para mirar el desfile visten como la hermana de Zapata. Y no se desaniman ni siquiera con el paso del último contingente, las máquinas barredoras del Gobierno del Distrito Federal. El evocado pueblo quiere más. “¿Ya acabó?” La respuesta afirmativa provoca desilusión. Una joven resume cuando le dice a su pareja: “¿Ya ves, güey? Te dije que eso era todo el centenario”.
Y sí, la fiesta termina. El sexenio que coincide con el centenario lleva ya una cuenta de 28 mil muertos. Con perdón del Nobel, el mantel huele a pólvora.
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