Sabemos que la delincuencia organizada no sólo se manifiesta en cuestiones de índole criminal. La delincuencia organizada también se consolida entre quienes socavan los principios elementales de la ética política, sustrayendo capitales de las haciendas de los estados; o entre los acaparadores y encarecedores de los satisfactores básicos; también entre quienes se dedican al escamoteo mediante el agio; todos –sujetos actuantes- con la complacencia corresponsable de las autoridades que se conceden, y les otorgan, el beneficio de la impunidad.
Pero más grave aún el que en dichas organizaciones delictivas se encuentren aquéllos en quienes nosotros, los ciudadanos, les hemos entregado la defensoría de nuestra seguridad y el manejo honesto de las arcas hacendarias.
Esto confirma que la crisis institucional está llegando a niveles extremos que nos impide obsequiar confianza a los cuerpos castrenses o policiacos. Ahora debemos prepararnos para vivir como en los tiempos primitivos, retornando a la barbarie, a la justicia por mano propia; a menos que despertemos oportunamente de esta pesadilla de espanto.
No hace muchos años que leí en algún periódico que la Organización de las Naciones Unidas declaraba que México era un país de leyes pero no de justicia. La confirmación de lo expresado se ha convertido en nuestra cotidianidad.
Tenemos un número exagerado de leyes y reglamentos. Los menos están actualizados. Los más, datan de muchas décadas y que, por lo mismo, resultan inoperantes; sin embargo, éstos se mantienen vigentes porque facultan a quienes ostentan el poder para violentar los derechos del ciudadano. Que me baste un ejemplo: el Reglamento para los Trabajadores al Servicio de la Secretaría de Educación Pública, data de 1946 y fue expedido por el entonces Presidente Manuel Ávila Camacho.
Ahora bien. Los caminos de la justicia están torcidos. Tanto así, que tenemos las sensación que las leyes están hechas únicamente para aplicarlas a quienes carecen del dinero suficiente para “chicanearla”. Alfredo Méndez en un reportaje que publicó en La Jornada bajo el título “El laberinto de la Justicia Mexicana”, nos dice que en las cárceles del país hay 210 mil presos.
Cabrían las preguntas: ¿Cuántos de ese universo humano tendrán la capacidad económica para sufragar una buena defensoría? ¿Cuántos son delincuentes primarios que cometieron un delito obligados por la pobreza extrema en que se debaten? ¿Cuántos son inocentes que son juzgados por la impericia de las defensorías de oficio? ¿A cuántos se les habrá de decir que fueron encarcelados por error y que les dejan libres sólo con un “usted dispense”? Sé que no me equivoco si digo que la mayoría se encuentra en alguna de esas –u otras- desventajas.
Cuando los crímenes se cometen en perjuicio de los humildes, pasan sólo como nota roja en las noticias. No trascienden. Ahí tenemos a las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Pero cuando el dolor toca a las puertas de los poderosos, no figuran como nota roja, sino como reclamo estridente y duelo oportuno para el lucimiento retórico y demagogo de la oligarquía y los políticos. Las policías actúan prontamente y se tienen resultados en tiempo breve.
Sí, nuestros gobernantes están despertando al México Bárbaro porque han perdido la noción de la decencia, por que han olvidado –o quieren olvidar- que los pobres no necesitan caridad, sino justicia.
Pero más grave aún el que en dichas organizaciones delictivas se encuentren aquéllos en quienes nosotros, los ciudadanos, les hemos entregado la defensoría de nuestra seguridad y el manejo honesto de las arcas hacendarias.
Esto confirma que la crisis institucional está llegando a niveles extremos que nos impide obsequiar confianza a los cuerpos castrenses o policiacos. Ahora debemos prepararnos para vivir como en los tiempos primitivos, retornando a la barbarie, a la justicia por mano propia; a menos que despertemos oportunamente de esta pesadilla de espanto.
No hace muchos años que leí en algún periódico que la Organización de las Naciones Unidas declaraba que México era un país de leyes pero no de justicia. La confirmación de lo expresado se ha convertido en nuestra cotidianidad.
Tenemos un número exagerado de leyes y reglamentos. Los menos están actualizados. Los más, datan de muchas décadas y que, por lo mismo, resultan inoperantes; sin embargo, éstos se mantienen vigentes porque facultan a quienes ostentan el poder para violentar los derechos del ciudadano. Que me baste un ejemplo: el Reglamento para los Trabajadores al Servicio de la Secretaría de Educación Pública, data de 1946 y fue expedido por el entonces Presidente Manuel Ávila Camacho.
Ahora bien. Los caminos de la justicia están torcidos. Tanto así, que tenemos las sensación que las leyes están hechas únicamente para aplicarlas a quienes carecen del dinero suficiente para “chicanearla”. Alfredo Méndez en un reportaje que publicó en La Jornada bajo el título “El laberinto de la Justicia Mexicana”, nos dice que en las cárceles del país hay 210 mil presos.
Cabrían las preguntas: ¿Cuántos de ese universo humano tendrán la capacidad económica para sufragar una buena defensoría? ¿Cuántos son delincuentes primarios que cometieron un delito obligados por la pobreza extrema en que se debaten? ¿Cuántos son inocentes que son juzgados por la impericia de las defensorías de oficio? ¿A cuántos se les habrá de decir que fueron encarcelados por error y que les dejan libres sólo con un “usted dispense”? Sé que no me equivoco si digo que la mayoría se encuentra en alguna de esas –u otras- desventajas.
Cuando los crímenes se cometen en perjuicio de los humildes, pasan sólo como nota roja en las noticias. No trascienden. Ahí tenemos a las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Pero cuando el dolor toca a las puertas de los poderosos, no figuran como nota roja, sino como reclamo estridente y duelo oportuno para el lucimiento retórico y demagogo de la oligarquía y los políticos. Las policías actúan prontamente y se tienen resultados en tiempo breve.
Sí, nuestros gobernantes están despertando al México Bárbaro porque han perdido la noción de la decencia, por que han olvidado –o quieren olvidar- que los pobres no necesitan caridad, sino justicia.
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