Francisco RIVAS LINARES
El 27 de septiembre de 1960, el
presidente Adolfo López Mateos dirigió un mensaje a la nación con motivo de la
nacionalización de la industria eléctrica. En uno de sus párrafos lanzó el
siguiente exhorto:
“Pueblo de México, los dispenso de toda
obediencia a sus futuros gobernantes que pretendan entregar nuestros recursos
energéticos a intereses ajenos a la nación que conformamos. Una cosa obvia es
que México requiere de varios años de evolución tecnológica y una eficiencia
administrativa para lograr nuestra independencia energética; sería necio
afirmar que México no requiere de la capacitación tecnológica en materia
eléctrica y petrolera. Pero para ello ningún extranjero necesita convertirse en
accionista de las empresas públicas para apoyarnos.
Sólo un traidor entrega su país a los
extranjeros; los mexicanos podemos hacer todo mejor que cualquier otro país.”
Las leyes secundarias que
concretaron la reforma energética fueron cabalmente aprobadas el 6 de agosto.
La aplanadora mecánica integrada por los partidos PRI, PAN, PVEM y PANAL
obedecieron fielmente los ordenamientos dictados por el poder económico,
consumándose lo que el presidente López Mateos calificara como una traición.
Los aprobantes se incomodan con
dicha adjetivación, pues no se aceptan como tales. Pero el estilo impuesto para
desarrollar el trabajo legislativo lo justifica. La arrogancia que adquirieron
a partir de una fingida mayoría, a la que grotescamente le llamaron “consenso”,
llevó, incluso al diputado Arturo Escobar, del PVEM, a espetar sin rubor alguno
desde la tribuna de la Cámara: “… si no les gusta la decisión que estamos tomando,
ganen la mayoría en las elecciones”, olvidando este partido ‘bisagra’ su
existencia parasitaria.
La regla de la democracia es el
mandato de la mayoría. Sin embargo, la mayoría no siempre tiene la razón. En
una mesa de debate participan cinco personas, tres de las cuales son estúpidos
y las dos restantes son sabios. A la pregunta, ¿cómo pueden tres estúpidos
ganarles a dos sabios? La respuesta sería: Por mayoría.
La mayoría puede estar
equivocada; y lo que es más, puede ser injusta con la minoría. De sobra
conocemos los cómos y lugares en que se construyen sus mayorías las cámaras
legislativas: pasillos, restaurantes, oficinas privadas, etc. La cooptación es
uno de los recursos que bien aplican quienes ostentan el poder.
A Porfirio Díaz se le atribuye la
genialidad de la cooptación, según nos expone el Doctor en Historia José
Antonio Crespo “… al grado de que durante su gobierno surgió el término “hueso”
para referirse a algún cargo público, pues decía que para acallar a los
opositores había que ofrecerles algún puesto o prebenda: Perro con hueso no
ladra ni muerde.”
Sin embargo, a pesar de lo
expuesto, negarnos a la aceptación de las decisiones mayoritarias no implica
negarnos a la regla de la democracia por antonomasia. No. En casos, como el que
me ocupa, a lo que nos negamos es a la aceptación de las ordenanzas absolutas
que surgen de una mayoría tramposa que cuida de sus intereses particularísimos.
A los actos de gobierno de una mayoría que se toma atribuciones de decidir sin
consultar a sus representados. A esa mayoría que se niega a respetar los
valores de igualdad y libertad de los ciudadanos que son inherentes a la
democracia.
Si la política democrática
implica tener disposición para ponerse a prueba, ¿por qué negarse a consultar a
la ciudadanía en actos tan trascendentales como lo constituyen las leyes secundarias
que regirán el petróleo y la electricidad?
La democracia no sólo se funda en
la discusión, sino también en la consulta ciudadana. Se nos sigue negando el
derecho a la democracia directa a través del referéndum, el plebiscito y la
iniciativa popular, al amparo del falaz argumento de que vivimos una
“democracia representativa”.
Ante los acontecimientos que nos
vienen imponiendo, ellos, los del poder, ignoran el dolor que nos están
infringiendo a diario con sus ajustes, sus políticas neoliberales, sus torturas
parapoliciales y su desprecio por nuestras vidas. ¡Ya Basta!
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