jueves, 8 de septiembre de 2011

Marcelo Ebrard Casaubon:Entre el lamento y el glamour



Foto: Revista Contralínea

Por Francisco RIVAS LINARES

“El jefe nunca se equivoca; y si se equivoca, vuelve a mandar”

Desde siempre ha circulado un impreso con las catorce normas del jefe. Tal vez usted, amable lector, podrá recordar algunas como las siguientes: El jefe siempre tiene la razón; El jefe no llega tarde, tuvo una reunión importante; El jefe sabe lo que hay que hacer; El jefe no grita, tiene la voz fuerte; El jefe no comete errores, comprueba la capacidad de sus subordinados; y por supuesto, la que me sirve de epígrafe para el presente escrito, El jefe nunca se equivoca; y si se equivoca, vuelve a mandar.

Martí Batres olvidó estas normas dominantes y se atrevió a cuestionar el equívoco de su jefe, quien con su asistencia al acto faraónico del 2 de septiembre obsequiaba tácitamente el reconocimiento a la investidura presidencial de Felipe Calderón, rectificando, con ello, su posición rebelde ante el fraude electoral del 2006.

Una de las características del autoritarismo es la exigencia a la conformidad de todos los miembros de un equipo de trabajo. El pensamiento único debe prevalecer sin discrepar con los dictados del jefe, menos aún con sus actos.

Quienes ejercen una forma de poder, tienden a la intolerancia. Negándose a reconocer sus errores y debilidades, reclaman de los otros obediencia y aprobación a sus desvaríos. Y eso fue lo que ocurrió entre Batres y Ebrard. El primero demandó lealtad hacia un compromiso contraído en el zócalo de la ciudad de México, mediante el cual se le negaba el reconocimiento a Calderón como presidente de la República. El segundo, Ebrard, descubierto en su claudicación, eufemismo de la traición, se arrebuja en la subcultura del autoritarismo y de un plumazo cesa al atrevido.

Para Marcelo los diferendos deberán tratarse en la clandestinidad. Si el colaborador se atreve a pensar fuera de los lindes establecidos, entonces se esgrimen las “facultades que me concede la ley”; y erguido sobre una falsa grandeza, se apropia del destino de los otros.

Vuelve así a triunfar la política cerrada de las camarillas. La política de la intransigencia. La política chicharronera. La política globalizadora de identidades. Todos son sinónimos menos yo.

Si como afirma Albert Camus que “en los hombres hay más cosas dignas de compasión que de odio”, en Ebrard se cumple a cabalidad la sentencia. Entendiendo la compasión como un sentimiento de tristeza hacia la desgracia o el mal ajeno, la traición es un estigma maligno y desgraciado que se lleva cual pesado fardo por la vida. Ebrard, desde su origen en la vida política, quedó errado con el signo de Judas en la frente.

Jenaro Villamil da cuenta precisa de la trayectoria de este singular tránsfuga en el artículo titulado Marcelo y las Paradojas del “Equipo Compacto” publicado en su página web el 19 de marzo del presente año.

Incorporado a la política de la mano de Manuel Camacho Solís, ingresó al PRI en los albores de la década de los 80s. Después, brincó al Partido Verde Ecologista, donde lo cobijaron con la diputación (1997-2000). Luego fue candidato a la Jefatura del Gobierno del DF por el Partido Centro Democrático fundado por Camacho Solís, para saltar al PRD en el año 2005, bajo la sombra de Andrés Manuel López Obrador.

Y ahí está, ahora, como gobernante del DF y aspirante a la Presidencia de la República. Más para designar a su sucesor con el procedimiento del dedazo, para desbrozar el camino a la Jefatura a Carlos Navarrete, prominente “chucho”, quita al más firme oponente que se vislumbraba en el horizonte: Martí Batres.

El pirrurris lasallista concretó su entreguismo. La traición se le hizo costumbre, la hizo su regla. Debió quedarse mejor en el glamour de su hondureño noviazgo, digno de Paty Chapoy.

POR UNA SOCIEDAD SIN AGACHADOS: ¡NO MÁS SANGRE! ¡BASTA DE SANGRE!

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