miércoles, 6 de enero de 2010

Espurio, alcohólico y esquizofrénico... ¡P'a su...!


Decían los pensadores clásicos que para hablar de suciedad hay que ensuciarse y reconocerse como enfermo. Hablemos pues de la bazofia política que nos intoxica y vamos a reconocernos como dolientes de este apocalipsis.
Investigadores de la Universidad Autónoma Metropolitana, especializados en asuntos económicos y de la pobreza, aplicaron dos adjetivos tronantes al gobierno del señor Felipe Calderón. Aseveraron que la actitud del citado gobierno era “cínica y esquizofrénica, pues en tanto que afirma que apoya a las familias más desfavorecidas, al mismo tiempo incrementa el precio de la gasolina y favorece aumentos en alimentos básicos, como la tortilla”.
Múltiples han sido los calificativos que los gobiernos panistas se han ganado a pulso. Obviamente no quiero significar que los gobiernos que surgieron del PRI hayan sido mejores. Menos aún de aquéllos que se instalaron a partir de Miguel de la Madrid hasta el de Ernesto Zedillo. No, ahora hemos confirmado la hermandad diabólica que han construido ambos partidos, el PRI con el PAN, el PAN con el PRI, para mantenernos en la humillación de una precaria existencia, previamente sometidos por la razón de la fuerza.
Tan cínicos han sido los unos como los otros. Al romper el pacto cívico con la sociedad a la que dicen gobernar, han recuperado el ideario del cinismo que toma como modelo a los animales que los suponen seres con pocas necesidades y de rápida adaptación a las situaciones que les imponen.
El acomodo que hacen de las leyes para otorgarse salarios de montos excesivos; jubilaciones tempranas que se conceden con pensiones privilegiadas; el manejo de medias verdades para justificar el oprobio de sus argucias; la difusión de campañas mediáticas para desinformar y reducir las evidencias que los delatan; y el fingimiento de la demencia ante actos de tortura, desaparición y sentencias aplicadas a inocentes, son algunas de las muchas estrategias cínicas de nuestros políticos actuales.
Dejemos aparte el servilismo rastrero que anteponen para atender con prestancia lo que les demandan los poderes fácticos, asunto del cual ya trataremos en una futura colaboración.
Mientras tanto, ¿cómo explicarnos, a cien años de distancia de nuestra Revolución, que aún existan gobernantes, legisladores, ministros y jueces que pontifican la defensa del pueblo en medio de una mediocridad escandalosa en la que mezclan hipocresía y cinismo? ¿Cómo entender la existencia aún de estructuras caciquiles, sindicatos corporativos, esquemas autoritarios y grupos monopólicos? ¿Dónde quedaron aquellos ideales revolucionarios de justicia y equidad social? ¿De verdad tenemos por qué festejar con la estridencia de las bengalas y la fastuosidad de las obras de relumbrón el centenario revolucionario, cuando la patria se cuece entre la hipocresía, la desvergüenza, la desfachatez, la impudicia y el descaro de estos seres específicos que parasitan de nuestros impuestos, sólo por simularse políticos?
Todo lo que he dicho es evidente y las evidencias no necesitan ser comprobadas. Además, me apego al siguiente paradigma pronunciado por Harriet Beecher, escritora y abolicionista estadounidense, que dice: “Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestras tumbas serán de las palabras no dichas y de las obras inacabadas”.
Hagamos pues con nuestras palabras un racimo enorme de protestas, para cimbrar las conciencias y traducirnos en acciones.

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