Se ha promovido a santo a un hombre con las manos sucias, que encubrió a violadores de niños y legitimó a dictadores que dejaron millares de muertos en el camino. Foto Ap
Eduardo Febbro
Desde
Roma
¿Víctimas?
¿Qué víctimas?, preguntó el cardenal Velasio de Paolis. Luego agregó: No sólo
están esas víctimas. Después hubo un silencio de cuerpo y alma seguido por la
mirada un tanto extraviada del superior general de los Legionarios de Cristo,
nombrado en 2010 a ese cargo por el entonces papa Jozef Ratzinger. A la
pregunta de De Paolis le siguió una respuesta: las víctimas no eran sólo los
miles de menores que sufrieron los apetitos sexuales de las sotanas hipócritas,
sino también el mismo Vaticano. Las víctimas no eran únicamente los menores o
adultos abusados y violados por el padre Marcial Maciel, el fundador de esa
industria de los atentados sexuales que fue, durante su mandato, los Legionarios
de Cristo. La víctima era la Santa Sede, que fue engañada.
Juan
Pablo II, el Papa que, entre otros tantos horrores, promovió y encubrió a los
pedófilos y violadores de la Iglesia, recibió, al mismo tiempo que Juan XXIII,
la canonización. Más allá del espectáculo obsceno montado para esta ocasión,
del millón de fieles en la plaza San Pedro, de los tres satélites
suplementarios para difundir el acto, más allá de la fe de mucha gente, la
canonización del Papa polaco es una aberración y un ultraje para cualquier
cristiano del planeta. Declarar santo a Karol Wojtyla es olvidarse del
abrumador catálogo de pecados terrestres que pesan sobre este pontífice: amparo
de los pedófilos, pactos y regateos con dictaduras asesinas, corrupción,
suicidios jamás aclarados, asociaciones con la mafia, montaje de un sistema
bancario paralelo para financiar las obsesiones políticas de Juan Pablo II –la
lucha contra el comunismo–, persecución implacable contra las corrientes
progresistas de la Iglesia, en especial la de América Latina, o sea, la
frondosa y renovadora Teología de la Liberación.
La frase
¿Víctimas? ¿Qué víctimas? pronunciada en Roma por el cardenal Velasio de Paolis
encubre toda la impunidad y la continuidad aún arraigada en el seno de la
Iglesia. Jurista y experto en derecho canónico, De Paolis formaba parte de la
Congregación para la Doctrina de la Fe en la época en que –años 80– se
acumulaban las denuncias contra Marcial Maciel. Sin embargo, fue él quien firmó
la segunda absolución del sacerdote mexicano. El ex padre mexicano Alberto
Athié contó a Página/12 cómo Maciel solía repartir sobres con dinero y
favores para comprar el silencio de las jerarquías. Athié renunció en el año
2000 al sacerdocio y se dedicó a la investigación y denuncia de los abusos
sexuales cometidos por clérigos y organizaciones. El destino de Maciel lo selló
Benedicto XVI a partir de 2005. En 2004, antes de la muerte de Karol Wojtyla,
Maciel fue honrado en el Vaticano. Ese mismo año Ratzinger reabrió las
investigaciones contra los legionarios.
El dossier
Maciel había sido bloqueado en 1999 por Juan Pablo II y mantenido en estado de
invisible por otra de las figuras más turbias de la curia romana, Angelo
Sodano, el ex secretario de Estado de Giovanni Paolo. Sodano es una perla digna
de figurar en un curso de maniobras sucias. Angelo Sodano, que es decano del
Colegio de Cardenales, tenía negocios con los Legionarios de Cristo. Un sobrino
suyo fue uno de los asesores nombrados por Maciel para construir la universidad
que los Legionarios de Cristo tienen en Roma, la Universidad pontificial Regina
Apostolorum.
Sodano,
quien fue el número dos de Juan Pablo II durante casi 15 años, tenía un enemigo
interno, Jozef Ratzinger, un club de simpatías exteriores cuyos dos miembros
más eminentes eran el dictador Augusto Pinochet y el violador Marcial Maciel.
Sodano y Ratzinger libraron una batalla sin tregua: el primero para proteger a
los pedófilos, el segundo para condenarlos.
En 2004,
Jozef Ratzinger obligó a Marcial Maciel a dimitir y retirarse de la vida
pública. Dos años después, ya como Benedicto XVI, el Papa lo suspendió a
divinis. Las investigaciones reabiertas por Ratzinger demostraron que
Maciel era un pederasta, tenía dos mujeres, tres hijos, se movía con varias
identidades y manejaba fondos millonarios. Las denuncias previas nunca habían
pasado el paredón levantado por Sodano y el hoy santo Juan Pablo.
La
carrera de Sodano es toda una síntesis del papado de Karol Wojtyla, en donde se
mezclan los intereses políticos, las visiones ideológicas ultraconservadoras,
la corrupción y las manipulaciones. Angelo Sodano fue nuncio en Chile durante
la dictadura de Pinochet. El diplomático mantuvo una relación amistosa con el
dictador y ello le permitió fraguar la visita a Chile que Juan Pablo II hizo en
1987. Su hermano Alessandro fue condenado por corrupción tras la operación
Manos Limpias. Su sobrino Andrea corrió la misma suerte en Estados Unidos. La
FBI descubrió que Andrea y un socio se dedicaban a comprar –mediante
información privilegiada– por un puñado de dólares, las propiedades
inmobiliarias de las diócesis de Estados Unidos que estaban en bancarrota
debido a los escándalos de pedofilia.
Pero el
mundo sucumbió al grito de santo súbito que reclamaba la canonización de un
hombre que presidió los destinos de la Iglesia en su momento más infame y
corrupto. El Papa viajero, el Papa amable, el Papa de los jóvenes, el Papa
catódico era un impostor ortodoxo que desprotegió a las víctimas de los abusos
sexuales y a los propios pastores de la Iglesia cuando éstos estuvieron en
peligro de muerte. Su visión y sus necesidades estratégicas siempre se
opusieron a las humanas.
Ocurre
que en la trama de esta historia hay también mucha sangre y no sólo la de los
banqueros mafiosos como Roberto Calvi o Michele Sindona con quienes Juan Pablo
II se asoció para alimentar con fondos, secretos las arcas del IOR (banco del
Vaticano), fondos que luego servirían para financiar la lucha contra el
comunismo en Europa del Este o la Teología de la Liberación en América Latina.
Juan Pablo II dejó sin protección a los sacerdotes que encarnaban en
Latinoamérica la opción por los pobres frente a las dictaduras criminales y sus
aliados de las burguesías nacionales.
En 2011,
50 destacados teólogos de Alemania firmaron una carta en contra de la
beatificación de Juan Pablo II, por no haber respaldado al arzobispo
salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 por un
comando paramilitar de la extrema derecha salvadoreña mientras celebraba una
misa. Romero sí que es y será un santo. El arzobispo enfrentó a los militares
para rogarles que no asesinaran a su pueblo, recorrió barriales, zonas
castigadas por la represión y la violencia, defendió los derechos humanos y a
los pobres. En suma, no esperó a que Bergoglio llegara a Roma para hablar de
una Iglesia pobre para los pobres. No. La encarnó en su figura y lo pagó con su
vida, como tantos otros sacerdotes a quienes el Vaticano tildaba de marxistas o
comunistas sólo porque se implicaban en causas sociales.
Juan
Pablo II es un santo impostor que traicionó a América Latina y a quienes, desde
una modesta Iglesia, osaron decirle no a los asesinos de sus pueblos. Si Juan
Pablo II contribuyó en Europa del Este a la caída del bloque comunista, en
América Latina favoreció la caída de la democracia y la permanencia nefasta de
las dictaduras y su ideología apocalíptica. Un detalle atroz se suma a la ya
incontable deuda que el Vaticano tiene con la justicia y la verdad: el
expediente de beatificación de monseñor Óscar Arnulfo Romero sigue bloqueado en
los meandros políticos de la Santa Sede. Juan Pablo II beatificó a Josemaría
Escrivá, el polémico fundador del Opus Dei y uno de sus protegidos. Pero dejó
afuera a Romero, incluso cuando estaba con vida y las amenazas contra él se
precisaban cada semana. Cada vez más soy el pastor de un país de cadáveres,
solía decir Romero.
Juan
Pablo II fue electo en 1978. Al año siguiente, monseñor Romero le entregó un
informe sobre la espantosa violación de los derechos humanos en El Salvador. El
Papa lo ignoró y le recomendó a Romero que trabajara más estrechamente con el
gobierno. Como lo recuerda a Página/12 Giacomo Galeazzi, vaticanista de La
Stampa y autor de una magistral investigación, Wojtyla secreto, en sus 25
años de pontificado ningún obispo latinoamericano ligado a la acción social o a
la Teología de la Liberación fue nombrado cardenal por Juan Pablo II. La
respuesta está en una frase de otro de los más dignos representantes de la
Iglesia de los pobres, el fallecido arzobispo brasileño Hélder Câmara: Cuando
alimenté a los pobres me llamaron santo; pero cuando pregunté por qué hay gente
pobre me llamaron comunista.
El show
universal de la canonización ya fue lanzado. La prensa blanca de Europa tiene
la memoria muy corta y su cultura del otro es estrecha como un pasillo de
hospital. Todos celebran al gran Papa. Se ha promovido a la categoría de santo
a un hombre que tiene las manos sucias, que ha cometido la infamia de encubrir
a violadores de niños, de besar a dictadores y legitimar con ello el tendal de
muertos que dejaban en el camino, de negociar beneficios con la mafia, que ha
sacrificado en nombre de los intereses de una parte de un continente, el este
de Europa, la misericordia y la justicia de otros, entre ellos los de América
Latina. Se canoniza a un embaucador. El colmo de la ligereza, del error
inmemorial. ¿Ante quién se arrodillarán en adelante las víctimas de los
abusadores sexuales y de las dictaduras? Podemos levantar todos juntos un lugar
apacible y justo en la memoria con las imágenes del padre Mugica o de monseñor
Romero para rencontrarnos con la beatitud y el sentido de quienes, por un ideal
de justicia e igualdad, enfrentaron la muerte sin pensar nunca en sí mismos o
en bajos beneficios humanos.
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