Francisco RIVAS LINARES
Consultando el Diccionario de la Real Academia
Española, las acciones que conceden a las personas ser dignas de premios o
castigos se les denomina méritos. El
talento, la honestidad, la responsabilidad, la solidaridad, la ética, etc.,
serían cuestiones meritorias dignas de ser retribuidas socialmente. Sus
contrarios serían antivalores que la misma sociedad censuraría.
Desde los tiempos de la Grecia clásica, los
guerreros que lucharan con valentía y demostrarán ser osados en los combates, el pueblo los vitoreaba
reconociéndoles sus méritos en campaña. En Atenas, los participantes en los
grandes juegos Panhelénicos o en los certámenes de poesía y música en los
llamados Juegos Nemeos, también se les premiaban con las hojas de olivo y unas
ánforas en las que estaba grabado el nombre del vencedor.
Así nació la noción del mérito. Ya en el siglo
XVIII, el mérito se trasladó al campo laboral. Las contrataciones en las
factorías o fábricas, dependían de una serie de exámenes en las que los
prospectos que demostraran mejores habilidades para el desarrollo de funciones
específicas, tenían mayores probabilidades para ser aceptados. Quienes
ostentaran títulos académicos, desempeñaban las funciones de mando y control.
En una sociedad en la que imperaba la desigualdad,
fueron muchos los marginados. La selección previa fundamentada en las
capacidades, propiciaba una especie de darwinismo
social, cuyo paradigma conocido es la supervivencia del más fuerte.
Inspirado en ello, Michel Young, sociólogo inglés,
utilizó en 1958 por primera ocasión la palabra meritocracia
(el poder del mérito) para designar a la forma de gobierno cuyas jerarquías y
responsabilidades en la administración, se definen en base a la excelencia en
el servicio público y al talento intelectual.
La expresión tenía un sentido peyorativo. Ridiculizaba
esta manera de selección de las especies. Y el término se instaló con tal
fuerza que en estos tiempos del neoliberalismo se hace patente en las fuentes
de trabajo que se ofrecen a partir de exámenes selectivos.
La interpretación perversa del término se agudiza
en el campo de la política. Los valores meritorios de la antigüedad se
trastocaron con mayor rigor reflejándose, actualmente, en comportamientos y actitudes demeritorias. No
es el talento ni la honestidad ni la excelencia lo que concede a nuestros
políticos hacerse merecedores de jerarquías de gobierno o la administración,
sino su obediencia ciega, su disciplina inalterable y su proclividad al
obsequio. En esa relación mando-obediencia se encuentran todos los fundamentos
de la normatividad dominante en los contextos en que se ejerce el poder.
Quienes aspiran a medrar de la hacienda pública
con las prebendas o rentas propias del poder, les bastará negar su capacidad
pensante y convertirse en la clásica boca
de ganso de su superior en turno. Boca
de ganso es la expresión que se
les aplica a quienes sin tener brillo intelectual, se concretan a repetir lo
que una persona de mayor jerarquía dice, aún y cuando se trate de sandeces.
El político que tenga el atrevimiento de
cuestionar o desobedecer la línea señalada por el tlatoani, jefe, coordinador,
cacique, patrón, el líder, etc., perderá
oportunidades futuras en la construcción de su carrera política. Por eso
prefieren regodearse en el rastrerismo y navegar con las olas de la demagogia.
En nuestro país utilizamos diversos adjetivos,
estridentes por cierto, para referirnos a ellos: arribistas, levantadedos,
gandules, convenencieros, indecentes, traidores, mangas de mediocres, corruptos,
grilleros… ¡Vamos! En 1999 un político mexicano hizo notaria su campaña para la
gubernatura del Estado de México por los anuncios en los que clamaba que los
derechos humanos son para los humanos y no para las ratas, en alusión obvia a
quienes saqueaban las arcas de la hacienda pública. Al final resultó ser él una
gran rata. De ahí brotó el ingenio popular diciendo que todo político aspiraba
a convertirse en un Mikey Mouse, el personaje creado por Walt Disney, porque
siendo encantador haría que la gente olvidara que es una rata.
Los originales valores del mérito se han
corrompido para convertirlos en deméritos. Y la meritocracia se convirtió en una
cleptocracia, que se define como “el desarrollo del poder basado en el robo del
capital, institucionalizando la corrupción y sus derivados como el nepotismo,
el clientelismo político, el peculado, de modo que estas acciones delictivas quedan
impunes, debido a que todos los sectores del poder están corruptos, desde la
justicia, funcionarios de la ley y todo el sistema político y económico.”
En México se nos presumen muchos cambios. La
fiebre de las reformas parece que va sentando precedentes y todas, sin
excepción, nos aseguran que son necesarias para estimular el crecimiento y
desarrollo social. La retórica domina en los discursos y la propaganda; sin
embargo, la experiencia nos indica lo contrario. Sí, en México todo cambia,
menos los políticos y los empresarios.
Los primeros esmerándose en el (de)mérito del
servilismo; los segundos, cayéndose
para doblegar la dignidad de los primeros. ¿Recuerdan el diálogo que sostuvieron un político con un empresario y
que fue difundido en los medios impresos y electrónicos, cuyo trato recíproco
fue denigrante? El senador principió con un ¿papito,
dónde andas? ¿por qué te pierdes, mi rey? Y que al final de su plática el empresario le
comenta a la hija que todos los políticos lo buscan para ver … de a cómo les caigo.
Diariamente los políticos cumplen con su cuota de
banalizar la política. Cotidianamente nos demuestran que el eje rector de su
accionar no es el bien social, sino su proyección individual. Las ideas son lo
de menos, el dinero y el poder son sus motivaciones. La democracia la han
convertido en una cuestión propia de mercaderes.
Por eso, cuando cite en la columna política
anterior al Doctor Manuel Lucena Giraldo afirmando que el resentimiento se da en
las sociedades meritocráticas, previo para la conformación de las sociedades
democráticas, confirmo a conciencia que no es posible construir sobre el lodo
un país aspirante al ejercicio democrático del poder
No obstante tenemos que mantener la dignificación
de nuestra existencia enarbolando el estandarte de los ideales, pues de no
hacerlo perderemos nuestra humanidad.
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