Francisco RIVAS LINARES
Hay un paradigma que dice: “un país sin credibilidad es un país al borde
del abismo y de la anarquía”. Tal sentencia parece que se nos viene
cumpliendo desde hace lustros, y en ella identificamos los orígenes de nuestras
adversidades sociales.
Para que nuestros gobernantes
sean los depositarios de la confianza de sus gobernados, requieren de dos
cualidades sustantivas: Tener ética y poseer una moralidad comprobada. Y aunque
si bien sus raíces etimológicas sugieren idéntico significado, en la actualidad
difieren, pues en tanto que la moral se refieren a los principios y valores que
definen el comportamiento, la ética es
la reflexión que aplicamos sobre esos principios y valores.
Para hacer demostrables la
posesión de ambas cualidades, las personas debemos aplicar un factor elemental:
la transparencia. Si para un ciudadano común resulta necesario demostrar congruencia entre lo que dice y hace, en una
persona que se desempeña en el ámbito del servicio público, resulta mucho más
que una obligación.
La confianza se genera a partir
de la veracidad. Y estas han sido las carencias de las que adolecen los
políticos. Las mentiras han dominado a tal grado su discurso, que ya no se les
cree a ellos ni a las instituciones que representan y manejan.
Contrario al mito griego del rey
de Frigia, Midas, quien tenía el poder de convertir en oro todo lo que tocara,
nuestros políticos, nuestros gobernantes, parecieran que han obtenido -de no sé
qué deidad o numen- el poder de convertir todas sus acciones en un cenagal
inmundo y hediondo. Buscar alguno que se precie de ser lo contrario, sería
tanto como traer todos nosotros una lámpara como la del sabio griego Diógenes,
quien caminando por la plaza de Atenas portaba una lámpara diciendo, en voz
alta, “busco a un hombre”. No faltó quien le dijera “la ciudad está llena de
hombres”, a lo que replicó el sabio “busco a un hombre de verdad, uno que viva
por sí mismo, no un indiferenciado miembro del rebaño.” También así, pudiéramos
demandar a la luz de nuestra lámpara, el encuentro con un servidor público en
quien pudiéramos confiar por su rectitud y honestidad.
Sus instituciones están colapsadas. Y como el
paradigma inicial: estamos al borde del abismo y de la anarquía.
El escenario político está sembrado
de dudas, de vanas esperanzas. Y ello provoca que el pueblo, nosotros, hayamos
caído en un total escepticismo, una franca apatía. Para qué los lemas
identificativos “Michoacán, suma de voluntades” Un gobierno eficiente al
servicio de la comunidad, Estrategia de seguridad contigo, Compromiso de todos,
etc? Expresiones publicitarias, como si la política fuera una cuestión mercado.
Hoy Michoacán está hundido en el
desprestigio. Un desprestigio que a todos nos afecta. Un desprestigio que por
acción u omisión hemos construido a cabalidad gobierno y gobernados. Los unos
por abusivos. Los otros por dejados. El pacto social está roto. Un gobierno que
va dejando constancia de su debilidad e inconsistencia y unos gobernados que
nos hemos pasado de tolerantes para caer en la permisividad estúpida.
¿Qué pasó con la guerra de cifras
fraudulentas en que se trenzaron el gobernante anterior con el actual? Éste
amenazaba frecuentemente proceder con rigor. Aquél, con soberbia atrevida, se
victimizaba. Y al final, nada pasó.
Y aquéllas denuncias públicas que
hiciera Luisa María Calderón sobre las ligas del gobierno actual con la
delincuencia organizada, a las que Fausto Vallejo aseguraba que demandaría a la
denunciante por la falsedad de sus declaraciones, ¿qué pasó?
La respuesta es obvia. Todo queda
como verborrea efectista.
Si ayer fuimos calificados como
un estado torpe por su nulo o escaso
desarrollo, en el presente se le identifica como un territorio en el que se
desplazan a contentillo los delincuentes bajo el amparo de la impunidad.
Todo anda mal. Esa es la
sensación que se nos ha incubado. Todo anda mal.
Concluyo citando a nuestro
notable ensayista y poeta Octavio Paz: “Ningún pueblo cree en su gobierno. A lo
sumo, los pueblos están resignados”
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