Por Rafael Barajas, El Fisgón
Publicado en el diario La Jornada on line el 23/06/2013
Cuentan que, en
tiempos de Luis Echeverría, un viejo gobernador priísta contrató a un joven
intelectual marxista para que le hiciera los discursos. El escritor, en un acto
de provocación, redactó un discurso radical que hablaba de “lucha de clases” y
“explotación”, y concluía con un llamado a las masas a luchar contra el
régimen. El político revisó el discurso antes de leerlo en público y le hizo al
provocador una sola petición: “Ponle más de eso que no se entiende.”
Desde siempre, en
México, la gente del poder ha buscado a intelectuales para que le articulen sus
discursos y por ello los adula, aunque los ve con cierto desprecio.
El
intelectual público
Sin duda, los
intelectuales han tenido un papel muy importante en la vida de México, en
especial cuando asumen la figura del intelectual público. Un intelectual
público es el que desempeña un papel activo ante los problemas de la sociedad;
es un ser reflexivo que descifra fenómenos complejos y puede opinar sobre
ellos; es a la vez un pensador independiente, alejado del poder, un divulgador
y un activista en asuntos de interés general. Tiene mucho en común con el
comunicador y con frecuencia su papel se confunde con el del periodista.
Desde los tiempos
de fray Servando Teresa de Mier, México ha contado con valiosos intelectuales
de ese tipo. Muchos próceres de la Reforma cumplieron ese papel y, en las
últimas décadas, en este rubro han destacado personalidades notables como Elena
Poniatowska, con su denuncia de la represión al movimiento estudiantil y de la
guerra sucia; Carlos Montemayor, con su alegato a favor de los indígenas;
Carlos Monsiváis, en defensa de múltiples causas que van del respeto a la
diversidad sexual a la defensa del voto; Fernando del Paso, con su plegaria
contra la intolerancia del clero, y el poeta Javier Sicilia, que llama a
detener la ola de violencia desatada por la “estrategia de seguridad” del
gobierno.
El Telectual
Desde hace años, en
México, los dueños de los consorcios masivos de comunicación han entendido la
importancia del intelectual que actúa y tiene voz pública. Así, hemos visto
cómo muchos de los grandes consorcios mediáticos han buscado crear sus propias
figuras y para ello impulsan la carrera de gente que tuvo, en un momento dado,
cierto prestigio académico o intelectual. Lo único que piden estos consorcios
es que estos intelectuales entiendan y le den forma al discurso del poder
económico y político. Estos personajes, al igual que los intelectuales
públicos, asumen una postura activa ante los problemas de la sociedad, son
activistas en asuntos de interés público, su papel se confunde con el del
periodista y son figuras públicas por su alta exposición mediática. Sin
embargo, no hay que confundirse. Estos informadores no son intelectuales públicos,
sino intelectuales orgánicos del poder con exposición mediática, voceros de
intereses poderosos, locutores de consorcios. Los empresarios los llaman
“comunicadores”, pero como trabajan más para la televisión que para el
intelecto, la gente ha dado por llamarles los telectuales. En la era
neoliberal, estos señores han hecho de su habilidad para construir discursos un
negocio muy sólido, y elaboran discursos a la medida del poder en turno.
Algunas
perlas de la telectualidad nacional
A diferencia de los
intelectuales públicos, los telectuales no son figuras éticas en la
medida en la que defienden intereses y manejan, casi siempre, una agenda
oculta; no son entes independientes (sin la tele o la radio se desvanecen); no
cultivan ideas más que en la medida en la que le sirven al sistema; no buscan
hacer avanzar la libertad y el conocimiento humanos, y cuando dicen “hablar por
la sociedad”, en realidad expresan la opinión de los poderes fácticos.
Suelen ser gente
brillante y por eso se sienten con la autoridad de defender las tesis más
insostenibles. Por ejemplo, en su ensayo Un futuro para México, Héctor
Aguilar Camín y Jorge Castañeda diagnostican que hoy México padece de
“soberanismo defensivo”; poco después, los cables diplomáticos de la embajada
de Estados Unidos filtrados por Wikileaks documentaron que la actual clase
gobernante mexicana tiene la compulsión por ceder voluntariamente la soberanía.
Enrique Krauze no
se queda atrás y publica, después de las elecciones de 2010, un texto en El
País de España, en el que afirma que México está al fin entrando en la
normalidad democrática: “elecciones presidenciales y legislativas limpias; un
Instituto Federal Electoral confiable […] una Suprema Corte de Justicia
independiente, cuyos fallos han sido respetados de manera universal […]
libertad de expresión sin cortapisas en medios impresos y electrónicos”, y
concluye: “Ahora la democracia mexicana podrá seguirse consolidando.” No hay
peor analista que el que no se quiere enterar. Si no fuera por los asesinatos
de varios candidatos, por la intromisión del narco que llevó a la
prensa a hablar de narcoelecciones (¿Y tú, por qué cártel vas a votar?”), por
las amenazas de atentados en las casillas de votación, por las incontables
denuncias de fraude, por el financiamiento ilegal y abierto de empresarios a
ciertos candidatos, por los dictámenes del Tribunal Electoral que dieron por
buenos votos de casillas que no fueron instaladas, por la intromisión del
Ejecutivo en las elecciones internas de un partido ajeno al suyo, por el
monopolio informativo que ejercen Televisa y TV
Azteca y por muchas, pero muchas otras lindezas semejantes, Krauze podría tener
razón.
Hace unos días, en
el periódico Reforma, Krauze escribió contra “la intolerancia política
[…] presente en los correos electrónicos, los blogs, las redes sociales […] en
la política editorial de algunas publicaciones” y articulistas, y ahí alerta
que esta intolerancia “se ha convertido en odio”. En su texto, Krauze afirma:
“El odio proviene directamente de la impugnación (injustificada, en mi opinión)
que se hizo al resultado de aquellas elecciones [y de los que rechazan] a la
actual política de seguridad” en su “esencia” y que, al hacer esto, diluyen o
relativizan la culpa de los criminales. Así, para Krauze, lo preocupante de la
violencia en el país no es la ola de terror y sangre que asuela a ciudades como
Juárez o Culiacán, sino la intolerancia política de ciertos articulistas (¿para
qué hablar de 35 mil muertos, si podemos ir a esencias como el odio? ¿Quién
rechaza la “esencia” –no los métodos y la estrategia– de la actual política de
seguridad? ¿Quién diluye o relativiza la culpa de los criminales? ¿Qué tan
infiltrados están los criminales en el poder?)
Si no hubiera
tantas pruebas del fraude de 2006 (que van desde llamadas telefónicas de la
Gordillo a gobernadores para negociar el voto, hasta actas adulteradas); si no
estuviera tan documentada la alianza que urdieron el PRI
y el PAN a espaldas de los electores; si Fox no
hubiera declarado que “cargó los dados” –desde la Presidencia– contra López
Obrador, tal vez se podría opinar –como Krauze– que la impugnación de esas
elecciones es injustificada. Pero lo que es incuestionable es que el entonces
ocupante de Los Pinos se negó a hacer un recuento de votos a pesar de que nunca
pudo demostrar que ganó limpiamente esas elecciones.
Cuando Krauze
plantea que el odio proviene “del rechazo a la actual política de seguridad”,
está acusando de irracionales y violentos a los que cuestionan la estrategia
del gobierno. Si la violencia del gobierno no hubiera desatado la de la
delincuencia; si no hubiera miles de denuncias contra el Ejército por
violaciones a los derechos humanos; si la ONU no
hubiera pedido sacar al Ejército de las calles; si no hubieran sido asesinados
tantos defensores de derechos humanos; si no hubiéramos tenido tantos “daños
colaterales” que lamentar; si los ciudadanos que denuncian a los delincuentes
no fueran entregados a ellos por quienes juraron preservar su anonimato; si el
plan de seguridad combatiera el lavado de dinero; si las policías, el gobierno
y la clase política no estuvieran infiltradas por el crimen organizado; si
tantos analistas no hubieran advertido desde un principio de los riesgos de
militarizar al país; si esa militarización no fuera anticonstitucional; si no
hubiera decenas de denuncias (entre ellas las del relator de la ONU) de que se combate a todos los cárteles menos a uno;
si el propio Calderón no hubiera reconocido que equivocó la estrategia pero no
la cambió; si esa política no tuviera relación alguna con las decenas de miles
de muertos, los miles de “levantones” y otros tantos miles de desaparecidos,
entonces la acusación de Krauze podría tener algún sustento.
Pero eso no parece
importarle a Krauze, pues su discurso es el del poder y el poderoso no tiene
por qué argumentar. Las críticas contra la intolerancia política de la
izquierda radical son viejas, han sido también bandera de un sector de la
izquierda y, en gran medida, las compartimos. Sin embargo, usar hoy ese
discurso contra los críticos del plan de seguridad se traduce en una acusación
maniquea e infundada: “Quien no está con la política de seguridad de Calderón,
está con el crimen organizado.” Ese sí que es un discurso de intolerancia
política, una declaración de odio que nadie merece y lleva implícitas una
amenaza y un chantaje inaceptables. Son dignas de un intelectual orgánico que
opera para el poder.
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