Francisco RIVAS LINARES
La educación es el tema que nos
ha ocupado en las últimas columnas políticas. En la primera de ellas me referí
a las etapa por las que ha transitado el servicio y que se identifican como
periodo de institucionalización (1920-1940), periodo de crecimiento (1940-1980)
e ingresar a los tiempos dominados por tecnócratas conocidos como Chicago Boys (chicos de Chicago),
término con el que se denominaron a los economistas neoliberales cuyas
políticas la sustentaron en la economía de mercado. Cité también los quince
compromisos que el gobierno firmó con la OCDE al momento de ingresar a ese club
de países ricos; compromisos para liberar capitales y servicios figurando,
entre ellos, el de educación. A esta etapa se le conoció como la Modernización
Educativa.
En la anterior columna
política, se expuso lo que se debería entender por calidad. Dejé establecido
que esta iba ligada a la o las cualidades que el producto o servicio debería
tener para calificarla como de calidad.
Las cualidades sirven para establecer modelos. Ya aplicada a la educación cité
los dos modelos educativos que se ofrecen: el que busca capacitar a los educandos
para investigar, analizar y cuestionar. Mientras que el otro modelo pretende formatear
a los educandos para la obediencia, que acaten órdenes sin cuestionar y que
acepten las estructuras existentes.
Ahora hablaré sobre la
privatización del servicio educativo, meta ambicionada por los gobiernos
tecnocráticos.
Dice un dicho: Si se ve como
pato, si camina como pato y si grazna como pato, pues es pato. Así la
educación. Si los políticos alientan, promueven y subsidian a la educación
privada, más que al servicio público, la tendencia es, obviamente,
privatizadora.
Me explico: Desde antes de 1987
los políticos del PRI y del PAN han estado presentando por separado iniciativas
de ley para subsidiar fiscalmente a la educación privada. Este asunto lo
concretó Felipe Calderón firmando un decreto el 13 de febrero de 2011, mediante
el cual permite a las familias que tienen a sus hijos en escuelas privadas a
deducir de su ingreso gravable el pago de las colegiaturas, beneficiando no
sólo a los sectores de la población con mayores ingresos, sino a las empresas
de educación privadas.
Trece mil millones de pesos fue
la cantidad que el señor Calderón destinó para el subsidio. Trece mil millones
de pesos que fueron desviados de programas sociales prioritarios. Trece mil
millones de pesos que debieron beneficiar a las destartaladas escuelas públicas
de las zonas rurales e indígenas, donde las condiciones de infraestructura son
pésimas y que sin embargo se canalizaron a las escuelas particulares, esas
mismas que hacen un negocio jugoso cobrando cuotas de inscripción,
reinscripción, mensualidades elevadas, venta de uniformes, material escolar,
libros y conexos.
El sector privado obviamente
aplaudió sin rubor dicha acción presidencial, ese mismo sector que cuando se
destinan subsidios para beneficiar a las clases marginadas, las critican
calificándolas de “populistas”.
Ahora se ventila la idea de un
bono educativo, el que se daría a los padres de familia que inscriban a sus
hijos en escuelas privadas estimulando la demanda por este tipo de educación la
cual no es por sí mejor que la pública. Ciertamente hay escuelas privadas
excepcionales, pero en promedio las escuelas privadas no tienen mejores
resultados que las escuelas públicas.
Lucrecia Santibáñez,
investigadora en temas de educación y miembro de la Corporación Investigación y
Desarrollo (RAND corporation) cuestionando esta política de subsidios a la
educación privada, afirma: “Todos los mexicanos merecen una educación de
calidad: desde la familia de clase media urbana hasta el indígena en la sierra
de Oaxaca y el hijo de Carlos Slim. La cuestión no es quien la merece más, sino quien la necesita más. Es ahí donde
debería estar la prioridad gubernamental.” Y no en los subsidios a particulares
en beneficio de las empresas de educación privada.
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