No pretendo divagar filosóficamente en torno al concepto original del cinismo. Pero me interesa tocar su significación contextual, ahora que nos encontramos en pleno auge de los cínicos.
Las palabras en su evolución significativa, llegan a perder su originalidad para ser adoptadas por el habla popular. Es aquí donde se bifurcan sus caminos semánticos. De manera que hablaré del cinismo como adjetivo, del cinismo que se da en la trama de la vida política.
El cinismo político se identifica por su indiferencia a los valores establecidos. Lo que adquiere un carácter impúdico por defender la ruptura del equilibrio convirtiéndolo en censurable. Es el disfraz que engaña para separarnos de la verdad.
El cinismo de los políticos es un referente obligado a su personalidad por así ser su propia naturaleza. Es un matiz que se encuentra en su quehacer cotidiano. Por eso el político vive siempre en el oportunismo y sus acciones están orientadas a la conquista o retención del poder.
Los políticos llevan el cinismo en sus genes y por eso son personajes planos, sin contrastes, maniqueos por excelencia.
Pero el cínico, a la vez, conlleva un haz de hipocresía, pues finge tener cualidades y sentimientos que le hacen ganar la confianza de los otros. En el ring de la política, aparentan estar convencidos de ciertas ideas que –obviamente- le acomodan a las circunstancias del momento.
Por eso transpira incongruencia. Él mismo se dice y se desdice. Oscila entre lo permitido y lo prohibido. Es un simulador por excelencia. Desconoce la lealtad, aún consigo mismo. Pero osa decir, con un cinismo perfecto, que sólo cambia de lealtad frecuentemente.
Ejemplos abundan: Un político que en campaña solía decir que tenía las manos limpias cuando las tenía tan pringosas como su conciencia, se toma la foto con el alcahuete de Kámel Nacif, mejor conocido como “el gober precioso”, durante las celebraciones del Aniversario de la Batalla de Puebla. Ambos coexisten en los tiempos del cinismo y eso es razón suficiente para encubrirse el uno en el otro y el otro en el uno.
Los responsables de aplicar las leyes en aras de la Justicia, simulan impartirla para proteger a la ciudadanía, pero casi siempre acaban disculpando a los delincuentes dejándonos cautivos de odios y venganzas. Tanto Lydia Cacho como las viudas de los mineros sepultados en Pasta de Conchos; o los dolientes de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, Chihuahua, pudieran ser ejemplos exponenciales.
O bien, cuando se declaran defensores ilustres de la soberanía nacional y con sus acciones de gobierno la entregan con ánimos falderos. Y qué decir frente a la falsedad de sus declaraciones por cuanto a que nos encontramos en un país que se legisla para beneficio de las mayorías, en tanto nos consta que los beneficiarios únicos son la élite de los dineros.
Sí, vivimos en la primavera de los políticos cínicos, porque su cinismo es su poder objetivado. Mientras tanto nosotros seguiremos transitando por los laberintos de su personalidad mediocre. Esa es la condena a nuestra dejadez y silencio.
Las palabras en su evolución significativa, llegan a perder su originalidad para ser adoptadas por el habla popular. Es aquí donde se bifurcan sus caminos semánticos. De manera que hablaré del cinismo como adjetivo, del cinismo que se da en la trama de la vida política.
El cinismo político se identifica por su indiferencia a los valores establecidos. Lo que adquiere un carácter impúdico por defender la ruptura del equilibrio convirtiéndolo en censurable. Es el disfraz que engaña para separarnos de la verdad.
El cinismo de los políticos es un referente obligado a su personalidad por así ser su propia naturaleza. Es un matiz que se encuentra en su quehacer cotidiano. Por eso el político vive siempre en el oportunismo y sus acciones están orientadas a la conquista o retención del poder.
Los políticos llevan el cinismo en sus genes y por eso son personajes planos, sin contrastes, maniqueos por excelencia.
Pero el cínico, a la vez, conlleva un haz de hipocresía, pues finge tener cualidades y sentimientos que le hacen ganar la confianza de los otros. En el ring de la política, aparentan estar convencidos de ciertas ideas que –obviamente- le acomodan a las circunstancias del momento.
Por eso transpira incongruencia. Él mismo se dice y se desdice. Oscila entre lo permitido y lo prohibido. Es un simulador por excelencia. Desconoce la lealtad, aún consigo mismo. Pero osa decir, con un cinismo perfecto, que sólo cambia de lealtad frecuentemente.
Ejemplos abundan: Un político que en campaña solía decir que tenía las manos limpias cuando las tenía tan pringosas como su conciencia, se toma la foto con el alcahuete de Kámel Nacif, mejor conocido como “el gober precioso”, durante las celebraciones del Aniversario de la Batalla de Puebla. Ambos coexisten en los tiempos del cinismo y eso es razón suficiente para encubrirse el uno en el otro y el otro en el uno.
Los responsables de aplicar las leyes en aras de la Justicia, simulan impartirla para proteger a la ciudadanía, pero casi siempre acaban disculpando a los delincuentes dejándonos cautivos de odios y venganzas. Tanto Lydia Cacho como las viudas de los mineros sepultados en Pasta de Conchos; o los dolientes de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, Chihuahua, pudieran ser ejemplos exponenciales.
O bien, cuando se declaran defensores ilustres de la soberanía nacional y con sus acciones de gobierno la entregan con ánimos falderos. Y qué decir frente a la falsedad de sus declaraciones por cuanto a que nos encontramos en un país que se legisla para beneficio de las mayorías, en tanto nos consta que los beneficiarios únicos son la élite de los dineros.
Sí, vivimos en la primavera de los políticos cínicos, porque su cinismo es su poder objetivado. Mientras tanto nosotros seguiremos transitando por los laberintos de su personalidad mediocre. Esa es la condena a nuestra dejadez y silencio.
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