Un estilo de conducta que se ha constituido en aliado del poder, es la obediencia. Obedecer por obedecer no es más que una subordinación denigrante que ubica a quien la practica en la antesala de la derrota.
Cuando se obedece sólo para agradar a quien ordena o para evadir la confrontación, evitando con ello cuestionar el sentido de la orden, somete su voluntad sacrificando su libertad. Y naturalmente esa actitud sumisa abona la soberbia de los autoritarios.
¿Qué pasaría si nosotros los usuarios del servicio de agua potable optáramos por decirle a la administración del Organismo Operador (OOAPAS) que no estamos dispuestos a obedecer el pago de una tarifa impuesta que se antoja injusta y arbitraria?
¿O bien exclamarle un NO a las autoridades municipales cuando pretendan subir los impuestos prediales para enriquecer sus arcas, sin que los beneficios se vean reflejados en las colonias marginadas? ¿Y por qué someternos al redondeo que nos proponen los negocios al momento de darnos el cambio, cuando sabemos que esas cantidades fraccionarias favorecen a las mismas empresas?
Todos hemos sido educados para la obediencia. Los adultos nos hicieron creer que obedecer era una virtud, sometiendo así nuestro juicio y voluntad. La familia, la religión y la escuela fueron los espacios donde se nos castró el pensamiento fortificándonos la amnesia. Y por extensión, ahora se encuentran los medios, sustantivamente la televisión.
Nos han impuesto la obediencia con el engaño de que, gracias a ella, tenemos orden, seguridad y armonía. Y nos han enajenado. Sin embargo… ¿Qué tan ético resulta obedecer en una sociedad podrida por la desigualdad? ¿Es moral obedecer para convertirnos en cómplices de unos políticos ineptos y cínicos que sólo buscan su enriquecimiento personal?
El filósofo y psicoanalista Erich Fromm nos explica que, acorde con los mitos hebreos, la historia se inauguró con un acto de desobediencia. El conformismo y la pasividad en la que vivían Adán y Eva se rompieron cuando desobedecieron. Y ese acto les otorgó independencia y libertad, permitiéndoles evolucionar y desarrollarse para ser y escucharse, acabando así su sometimiento.
Sin lugar a duda que uno de los peores males que hemos venido arrastrando desde los tiempos ancestrales, es la sumisión a partir de la obediencia. Los afanes de alivianar tensiones con los otros, sobre todo con quienes ostentan el poder, llámese político, económico o religioso, nos induce a cultivar la uniformidad. Todos somos sinónimos. Todos estamos seriados en la misma oferta educacional, en la idéntica fe religiosa incondicional.
Tenemos que romper el silencio, terminar con el status que nos niega como sujetos pensantes. Decir NO al poder es recuperar nuestra dimensión humana. Tenemos que aprender a desaprender la obediencia, puesto que desobedecer de manera razonada, nos fortifica la inteligencia.
Impulsemos nuestro propio respeto para dejar de ser súbditos. No hacerlo, estaríamos claudicando a nuestra humanidad para convertirnos en una sombra, en una simple reminiscencia. Y para nuestra vergüenza, escucharíamos al eco poético-fúnebre decir:
“No se oyó ningún tambor,
ni la salva de adiós escuchamos,
cuando el cuerpo del Hombre y su honor
en la tumba en silencio enterramos”.
Cuando se obedece sólo para agradar a quien ordena o para evadir la confrontación, evitando con ello cuestionar el sentido de la orden, somete su voluntad sacrificando su libertad. Y naturalmente esa actitud sumisa abona la soberbia de los autoritarios.
¿Qué pasaría si nosotros los usuarios del servicio de agua potable optáramos por decirle a la administración del Organismo Operador (OOAPAS) que no estamos dispuestos a obedecer el pago de una tarifa impuesta que se antoja injusta y arbitraria?
¿O bien exclamarle un NO a las autoridades municipales cuando pretendan subir los impuestos prediales para enriquecer sus arcas, sin que los beneficios se vean reflejados en las colonias marginadas? ¿Y por qué someternos al redondeo que nos proponen los negocios al momento de darnos el cambio, cuando sabemos que esas cantidades fraccionarias favorecen a las mismas empresas?
Todos hemos sido educados para la obediencia. Los adultos nos hicieron creer que obedecer era una virtud, sometiendo así nuestro juicio y voluntad. La familia, la religión y la escuela fueron los espacios donde se nos castró el pensamiento fortificándonos la amnesia. Y por extensión, ahora se encuentran los medios, sustantivamente la televisión.
Nos han impuesto la obediencia con el engaño de que, gracias a ella, tenemos orden, seguridad y armonía. Y nos han enajenado. Sin embargo… ¿Qué tan ético resulta obedecer en una sociedad podrida por la desigualdad? ¿Es moral obedecer para convertirnos en cómplices de unos políticos ineptos y cínicos que sólo buscan su enriquecimiento personal?
El filósofo y psicoanalista Erich Fromm nos explica que, acorde con los mitos hebreos, la historia se inauguró con un acto de desobediencia. El conformismo y la pasividad en la que vivían Adán y Eva se rompieron cuando desobedecieron. Y ese acto les otorgó independencia y libertad, permitiéndoles evolucionar y desarrollarse para ser y escucharse, acabando así su sometimiento.
Sin lugar a duda que uno de los peores males que hemos venido arrastrando desde los tiempos ancestrales, es la sumisión a partir de la obediencia. Los afanes de alivianar tensiones con los otros, sobre todo con quienes ostentan el poder, llámese político, económico o religioso, nos induce a cultivar la uniformidad. Todos somos sinónimos. Todos estamos seriados en la misma oferta educacional, en la idéntica fe religiosa incondicional.
Tenemos que romper el silencio, terminar con el status que nos niega como sujetos pensantes. Decir NO al poder es recuperar nuestra dimensión humana. Tenemos que aprender a desaprender la obediencia, puesto que desobedecer de manera razonada, nos fortifica la inteligencia.
Impulsemos nuestro propio respeto para dejar de ser súbditos. No hacerlo, estaríamos claudicando a nuestra humanidad para convertirnos en una sombra, en una simple reminiscencia. Y para nuestra vergüenza, escucharíamos al eco poético-fúnebre decir:
“No se oyó ningún tambor,
ni la salva de adiós escuchamos,
cuando el cuerpo del Hombre y su honor
en la tumba en silencio enterramos”.
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