martes, 23 de octubre de 2012

Michoacán: La necesidad del diálogo



Por Francisco Rivas Linares

Cuando surge un problema entre las personas o las instituciones, procuran dialogar para dirimir sus diferencias. Unos y otros exponen sus percepciones, ideas y criterios en torno al asunto que los distancia, tratando de llegar a un punto de acuerdo que los concilie. Al efecto, deberán estar dispuestos no sólo a escuchar con respeto a su disidente, tratando de comprender los puntos de razón que le asisten, sino incluso ceder en proporciones de igualdad para alcanzar el entendimiento mutuo.

 

Pero cuando los interlocutores se asumen con posturas dogmáticas, irreversibles, en las que cada cual se considera como dueño de la verdad absoluta, se profundiza el problema y se torna en conflicto. Ya no es la razón la que prevalece sino sentimientos de rivalidad, provocando la ruptura de la comunicación o en su defecto disminuyendo su calidad.

 

Es el momento en que surgen los procedimientos de presión. Aquéllos, secuestrando vehículos, cerrando carreteras, organizando marchas, todo con el ánimo de provocar el involucramiento de la sociedad. Mientras que el otro interlocutor, amenaza con el uso de la fuerza pública pues se sabe poseedora del monopolio de la violencia legal, reservándose el momento de emplearla.

 

La expresión “el diálogo está agotado” es el broquel para ambos. Ahora apuestan a la confrontación de sus músculos: el empuje de las masas frente la fuerza represiva. La inteligencia se margina. Y en medio de las tripas, queda la sociedad que limitada en el conocimiento del problema, es susceptible del rumor y el chisme manipuladores.

 

Tanto el rumor como el chisme son factores de control social y llegan a engendrar violencia. Son instrumentos para contraponer o tergiversar los argumentos. Unos hablan del estado de derecho y  aplicación de la ley; en tanto que los otros se erigen como defensores de la educación pública. Y surgen las etiquetas, los adjetivos que desprestigian. Siembran el chisme de que los estudiantes son vándalos, delincuentes, flojos; y al gobierno se le califica de represor, incapaz e inútil. Todo apuntando a objetivos emocionales. De este modo, o se retraen o se violentan más.

 

Cuando se llega a este punto de alta beligerancia, se hace necesaria la presencia de un tercero que ayude a restablecer la comunicación entre las partes confrontadas, a fin lograr la solución o el control del conflicto.

 

Si es censurable el actuar de los estudiantes, también lo será la del gobierno del estado. Ambas partes, ayunos de inteligencia, dejan a la sociedad cautiva de sus arrebatos emocionales. El enfrentamiento entre dos poderes, siempre deja secuelas y heridas abiertas. Todos perdemos  -y en qué forma- en estas luchas intestinas  de nuestro estado.

 

No faltan los “cara de guerra” que atizan al gobernador para que mantenga sus fuerzas represivas en acción. Lo empujan a no ceder. Tampoco faltan quienes impulsan el ímpetu de rebeldía en los estudiantes normalistas. Nosotros, como sociedad, debemos reclamar de las partes la sensatez y la aplicación de la racionalidad. Unos y otros necesitan de expresiones críticas, no reverenciales.

 

Está claro que en una lucha entre elefantes, lo único que queda es el tiradero. ¿Quién lo levantará?

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