Dos conflictos que rayan en la
violencia se ventilan actualmente en nuestra entidad: El que controla el
régimen federal en su lucha contra la delincuencia organizada, y el que libra
el gobierno del estado en el ámbito educativo. Ambos se han posicionado de
manera preponderante en pláticas de corrillos, familiares o de café. Temas
controvertidos, sin duda alguna, cuando no hasta de fricción entre los
opinantes.
Hablemos del segundo caso. Lamentablemente cuando se violentan los elementos en conflicto, la primera víctima es la verdad. Cada quien maneja la propia. En tanto que algunos la reducen a una negativa de los estudiantes para recibir los conocimientos del idioma inglés y de computación, cuando lo cierto es que se trata de posponer por un año los cambios al plan de estudios, otros la enervan a una tentativa oficial por socavar los cimientos de las escuelas normales en el país, a partir de la aceptación de un modelo administrativo autoritario sustentado en el sistema empresarial de las competencias con enfoque productivista.
La educación es un territorio
en disputa, como bien lo dice el Maestro en Ciencias Políticas José Enrique
González Ruíz: el Estado la quiere conducir para controlar a la población; y la
población la quiere conducir para amarrar las manos al Estado. Y en esta pugna
de propósitos, se dirime actualmente el conflicto con los normalistas.
El asunto se agrava más aún,
cuando intervienen otros factores de poder con enfoques diversos a partir de
las consecuencias que va propiciando el conflicto por sí. La clase empresarial
lo enfoca en el detrimento de sus ganancias económicas. El gobierno lo calibra
en término de “costos políticos”. Y los estudiantes lo circunscriben al campo
de lo académico. Conciliar los tres será el punto clave del asunto.
Para ello, debemos aceptar en
principio que la juventud siempre se ha caracterizado por su condición rebelde
contra todo dictado del poder autoritario. Todo lo que se imponga a nivel
central. La juventud desea participar en las decisiones que les afecten su
futuro. Y esto no es una cuestión privativa de nuestro estado. Ahí están los
estudiantes chilenos, los manifestantes en Londres, los indignados en España,
el movimiento Yo Soy 132, los jóvenes activistas en Israel, Túnez, Siria,
Libia, etc.
Más aún. Si nos remontamos a
nuestra historia, muchos de los que se encuentran actualmente en la función
pública, llegaron a participar en actos de protesta y rebeldía durante su vida
estudiantil. Llegaron a lapidar el
frente del palacio de gobierno, incendiaban las motocicletas del departamento
de tránsito que solían estacionarse sobre la avenida Madero. ¿Ya se olvidaron
cuando en grupo llegaban a destruir el exterior del colegio Valladolid por
considerarlo emblema de la burguesía? ¿O cuando hacían destrozos en el interior
del Instituto Mexicano-Norteamericano, con quema de la bandera de los EEUU
incluida, en protesta por el bloqueo económico que éste país imponía a Cuba? ¿O
cuando llegaban a destruir las rotativas de un diario local, sólo por
considerarlo proclive al gobierno?
El gobierno represor llegó a
sacar al ejército de sus cuarteles, para sofocar su rebeldía. Y hubo muerto. Y
hubo heridos. Y se escuchaban las mismas expresiones oficiosas que hoy repiten:
Respeto al estado de derecho y aplicación estricta de la ley.
De ninguna manera pretendo
justificar lo que ha ocurrido en las normales del estado. Sólo demando que nos
expliquemos con criterios de causalidad el conflicto que se vive. Que nos
ubiquemos en el contexto justo tratando de identificar la fuente de la posición
radicalista. Si se globaliza el libre mercado, ¿por qué no globalizar la protesta?
Lejos de aplicar la pedagogía del escarmiento, hay que retirarnos del encono y tratemos
de dirimir el entuerto a partir de nuestra racionalidad, absteniéndonos de
utilizar el lenguaje maldito de la condena.