lunes, 29 de octubre de 2012

Michoacán con sus violencias



Dos conflictos que rayan en la violencia se ventilan actualmente en nuestra entidad: El que controla el régimen federal en su lucha contra la delincuencia organizada, y el que libra el gobierno del estado en el ámbito educativo. Ambos se han posicionado de manera preponderante en pláticas de corrillos, familiares o de café. Temas controvertidos, sin duda alguna, cuando no hasta de fricción entre los opinantes.

Hablemos del segundo caso. Lamentablemente cuando se violentan los elementos en conflicto, la primera víctima es la verdad. Cada quien maneja la propia. En tanto que algunos la reducen a una negativa de los estudiantes para recibir los conocimientos del idioma inglés y de computación, cuando lo cierto es que se trata de posponer por un año los cambios al plan de estudios, otros la enervan a una tentativa oficial por socavar los cimientos de las escuelas normales en el país, a partir de la aceptación de un modelo administrativo autoritario sustentado en el sistema empresarial de las competencias con enfoque productivista.

La educación es un territorio en disputa, como bien lo dice el Maestro en Ciencias Políticas José Enrique González Ruíz: el Estado la quiere conducir para controlar a la población; y la población la quiere conducir para amarrar las manos al Estado. Y en esta pugna de propósitos, se dirime actualmente el conflicto con los normalistas.

El asunto se agrava más aún, cuando intervienen otros factores de poder con enfoques diversos a partir de las consecuencias que va propiciando el conflicto por sí. La clase empresarial lo enfoca en el detrimento de sus ganancias económicas. El gobierno lo calibra en término de “costos políticos”. Y los estudiantes lo circunscriben al campo de lo académico. Conciliar los tres será el punto clave del asunto.

Para ello, debemos aceptar en principio que la juventud siempre se ha caracterizado por su condición rebelde contra todo dictado del poder autoritario. Todo lo que se imponga a nivel central. La juventud desea participar en las decisiones que les afecten su futuro. Y esto no es una cuestión privativa de nuestro estado. Ahí están los estudiantes chilenos, los manifestantes en Londres, los indignados en España, el movimiento Yo Soy 132, los jóvenes activistas en Israel, Túnez, Siria, Libia, etc.

Más aún. Si nos remontamos a nuestra historia, muchos de los que se encuentran actualmente en la función pública, llegaron a participar en actos de protesta y rebeldía durante su vida estudiantil.  Llegaron a lapidar el frente del palacio de gobierno, incendiaban las motocicletas del departamento de tránsito que solían estacionarse sobre la avenida Madero. ¿Ya se olvidaron cuando en grupo llegaban a destruir el exterior del colegio Valladolid por considerarlo emblema de la burguesía? ¿O cuando hacían destrozos en el interior del Instituto Mexicano-Norteamericano, con quema de la bandera de los EEUU incluida, en protesta por el bloqueo económico que éste país imponía a Cuba? ¿O cuando llegaban a destruir las rotativas de un diario local, sólo por considerarlo proclive al gobierno?

El gobierno represor llegó a sacar al ejército de sus cuarteles, para sofocar su rebeldía. Y hubo muerto. Y hubo heridos. Y se escuchaban las mismas expresiones oficiosas que hoy repiten: Respeto al estado de derecho y aplicación estricta de la ley.

De ninguna manera pretendo justificar lo que ha ocurrido en las normales del estado. Sólo demando que nos expliquemos con criterios de causalidad el conflicto que se vive. Que nos ubiquemos en el contexto justo tratando de identificar la fuente de la posición radicalista. Si se globaliza el libre mercado, ¿por qué no globalizar la protesta? Lejos de aplicar la pedagogía del escarmiento, hay que retirarnos del encono y tratemos de dirimir el entuerto a partir de nuestra racionalidad, absteniéndonos de utilizar el lenguaje maldito de la condena.

martes, 23 de octubre de 2012

Michoacán: La necesidad del diálogo



Por Francisco Rivas Linares

Cuando surge un problema entre las personas o las instituciones, procuran dialogar para dirimir sus diferencias. Unos y otros exponen sus percepciones, ideas y criterios en torno al asunto que los distancia, tratando de llegar a un punto de acuerdo que los concilie. Al efecto, deberán estar dispuestos no sólo a escuchar con respeto a su disidente, tratando de comprender los puntos de razón que le asisten, sino incluso ceder en proporciones de igualdad para alcanzar el entendimiento mutuo.

 

Pero cuando los interlocutores se asumen con posturas dogmáticas, irreversibles, en las que cada cual se considera como dueño de la verdad absoluta, se profundiza el problema y se torna en conflicto. Ya no es la razón la que prevalece sino sentimientos de rivalidad, provocando la ruptura de la comunicación o en su defecto disminuyendo su calidad.

 

Es el momento en que surgen los procedimientos de presión. Aquéllos, secuestrando vehículos, cerrando carreteras, organizando marchas, todo con el ánimo de provocar el involucramiento de la sociedad. Mientras que el otro interlocutor, amenaza con el uso de la fuerza pública pues se sabe poseedora del monopolio de la violencia legal, reservándose el momento de emplearla.

 

La expresión “el diálogo está agotado” es el broquel para ambos. Ahora apuestan a la confrontación de sus músculos: el empuje de las masas frente la fuerza represiva. La inteligencia se margina. Y en medio de las tripas, queda la sociedad que limitada en el conocimiento del problema, es susceptible del rumor y el chisme manipuladores.

 

Tanto el rumor como el chisme son factores de control social y llegan a engendrar violencia. Son instrumentos para contraponer o tergiversar los argumentos. Unos hablan del estado de derecho y  aplicación de la ley; en tanto que los otros se erigen como defensores de la educación pública. Y surgen las etiquetas, los adjetivos que desprestigian. Siembran el chisme de que los estudiantes son vándalos, delincuentes, flojos; y al gobierno se le califica de represor, incapaz e inútil. Todo apuntando a objetivos emocionales. De este modo, o se retraen o se violentan más.

 

Cuando se llega a este punto de alta beligerancia, se hace necesaria la presencia de un tercero que ayude a restablecer la comunicación entre las partes confrontadas, a fin lograr la solución o el control del conflicto.

 

Si es censurable el actuar de los estudiantes, también lo será la del gobierno del estado. Ambas partes, ayunos de inteligencia, dejan a la sociedad cautiva de sus arrebatos emocionales. El enfrentamiento entre dos poderes, siempre deja secuelas y heridas abiertas. Todos perdemos  -y en qué forma- en estas luchas intestinas  de nuestro estado.

 

No faltan los “cara de guerra” que atizan al gobernador para que mantenga sus fuerzas represivas en acción. Lo empujan a no ceder. Tampoco faltan quienes impulsan el ímpetu de rebeldía en los estudiantes normalistas. Nosotros, como sociedad, debemos reclamar de las partes la sensatez y la aplicación de la racionalidad. Unos y otros necesitan de expresiones críticas, no reverenciales.

 

Está claro que en una lucha entre elefantes, lo único que queda es el tiradero. ¿Quién lo levantará?